Gabriela Del Valle Rocha
Profesora del Departamento de Folklore, UNA
“Tan sólo entonces los pechos agotados se redujeron a polvo y en el borde del ladrillo
ya no quedaron más que unas pocas cenizas blancas. Durante varios siglos,
las madres enternecidas acudieron a la torre, para seguir con el dedo,
a lo largo del ladrillo rojizo, los surcos trazados por la leche maravillosa,
y luego la misma torre desapareció, y el peso de la bóveda
dejó de aplastar al ligero esqueleto de mujer”.
Marguerite Yourcenar (1938)
El mundo sigue siendo una ruleta de muchas cosas. El berenjenal de información que recibimos a diario y el sobreestímulo de tonos, colores, temas, músicas, modos de comer y beber, personas con necesidad de atención médica profesional puestas en lugares de poder, costumbres espectacularizadas de salvación de lo “tradicional”, formas sobreimpostadas en carteles callejeros, en la televisión, en los bares, en la calle, al interior de las viviendas, la vigilancia constante en todas sus formas, hombres de negro que salieron de la película para ser vistos todos los días en los mismos puntos, la cantidad de octógonos en los envases de los llamados alimentos que ingerimos a diario, en uno de los países con mayor índice de TCA −trastornos de la conducta alimentaria…
La impunidad de nuevos gurúes de todo, la violencia de los sueldos, los dictámenes de lo artístico, lo pasteurizado de las relaciones, lo desdibujado de lo individual, los señalamientos a lo colectivo. Adolescentes que proyectan un triunfo efímero y peligroso, cifras que debieran bajar y otras que no debieran subir, la orquesta de bombas en ciertas latitudes y la normalización del genocidio, las especies que se extinguen, en un hábitat que ya no existe, en aguas contaminadas o en las veredas de los barrios.
Nadie sabe bien qué está pasando, pero todxs sentimos que los cimientos de la cotidianidad se están moviendo. Como si las placas tectónicas de nuestro núcleo comenzaran no a cambiar sino a transformarse. Ojalá transmutarse. Somos seres inconscientes, amén de las múltiples racionalidades que construyamos como andamiajes precarios que sostienen estructuras endebles.
Lo rudimentario de nuestro ser descansa adormecido en algún lugar de nuestra psique. Por más dispositivos que inventemos para corresponder con la velocidad de esas racionalidades, hay algo que siempre nos va a tirar un poco para atrás. Teníamos una idea del progreso de lo científico y luego Hiroshima −Hiroshima como representante de cualquier suceso que se nos venga en mente−, todos los Hiroshimas se adhieren a la teoría del progreso lineal bajo la justificación de los sacrificios en pos de ese progreso, porque en la vida hay que sacrificar y pasarla mal para llegar a buen puerto.
El sacrificio de la buena madre, el sacrificio del buen samaritano, el sacrificio del buen trabajador, el sacrificio de la buena ama de casa… sacrificio siempre. Lo curioso es que estas inmolaciones del día a día parecieran adormecernos y es ahí cuando todos los Hiroshimas se justifican. Los andamiajes se fortalecen, las estructuras no se desploman.
Ya no hay tiempos para la contemplación o el no tiempo. No existe el vacío, pareciera. Los misterios deben desaparecer, la vida se torna aburrida y fofa. El pan ya no se amasa, sale de una máquina.
Ahora también la inseguridad se significa en la veloz competencia de lo absurdo. Como las construcciones edilicias modernas que se propagan hacia las arenas dejando escaso margen para las costas, necesitamos tener la capacidad de generar nuevas respuestas a una aceleración inusitada jamás antes experimentada.
¿La contemplación realmente habrá dejado de existir? ¿Se podrá encontrar el modo de vivir en está constante y acelerada ramificación insípida plagada de nuevos títulos que producen nuevos conocimientos efímeros para evadir lo que no queremos aceptar?
Los materiales audiovisuales incesantes, la velocidad que se está marcando como un tempo ultra acelerado por artefactos creados exclusivamente para ello no pueden ocultar para siempre una de las pocas verdades, me atrevería a decir, universales: somos seres rudimentarios, nuestros cuerpos, nuestras mentes, nuestra emocionalidad, todo lo que sea que haga que seamos, no pueden seguir el ritmo de estos tiempos.
Pero como en una película apocalíptica ¿habremos transmutado de homo rudimentum a homo virus? Pregunta que cabe por el comportamiento generalizado de matar todo lo que nos alberga. O pregunta que cabe porque acontecimientos recientes nos vienen a recordar con qué podemos, y con qué no.
“Creo que tenemos que hablar de covid. No es que no se haya hablado en los dos últimos años. Pero se eligió una forma de comunicación a través de las cifras, y las cifras cuentan, pero no narran y los seres humanos para poder construir nuestra identidad, para poder construir nuestra memoria colectiva, necesitamos narraciones. Las cifras son importantísimas para los sistemas expertos, sobre todo, no podemos no producir cifras porque son la base de estudios estadísticos importantísimos sin ningún lugar a duda y nos permiten una comprensión académica del proceso extraordinario, pero para la persona común, para vos y para mí, necesitamos otra cosa. Necesitamos narrativas” (Aguirre, 2024).
Seguramente toda persona tenga la sensación de que la vivencia de su tiempo es una bisagra en lo histórico. Y en cierto modo es verdad. Pero tal vez en esta repetición de los tiempos hayamos olvidado que somos únicxs y exclusivxs a la vez, creadorxs y repetidorxs al mismo tiempo y que todas esas cualidades son igual, o podrían serlo, de benefactoras o destructoras. Corrientemente rendimos culto al sufrimiento y a la culpa, aunque quizás hemos llegado a un limbo en el cual ¿sabremos lo que está bien y lo que está mal?
No se vislumbra ninguna renovación sustancial, aparentemente; o más bien ¿se asiste a una incipiente ruptura de creencias? ¿Tanto nos ha nublado la idea de progreso constante que dejamos de ver que toda metamorfosis se cuece a fuego lento? ¿que hay tiempos que ameritan rapidez, pero que también hay cosas que sólo suceden después de amasarlas durante unas cuántas estaciones? ¿Existen aún esas estaciones? ¿Viviremos entonces en los tiempos donde la homogeneidad sigue siendo la premisa? ¿La brega ha sido siempre entre homogeneidad y múltiples posibilidades? ¿La brega ha sido entre molde y desmolde? ¿La brega es entre monte y desmonte? ¿Qué brega?
“El más cierto de los episodios puede perderse en el estilo del relato, o quizá dominarlo, como esas extrañas joyas orgánicas de nuestros océanos, que si las usa una determinada mujer brillan cada día más, y en otras en cambio se empañan y deshacen en polvo. Los hechos no son más sólidos, coherentes, categóricos y reales que esas mismas perlas; pero tanto los hechos como las perlas son de naturaleza sensible” (Le Guin, 1969, p. 11).
Antes se tenían ciertos mandatos directos y claros. Antes el poder con los avatares de la vida cotidiana significaba obligarse a ocultar lo emocional y seguir por la misma carretera hacia adelante. Hoy significa no ocultar nada, invocar energías provenientes del cosmos o la mente y automáticamente poder con todo. La ecuación cambia, pero da el mismo resultado: modos de relacionarnos perniciosamente.
Antes, para contar la historia de un lugar surge una sola voz y luego como aliciente surge una segunda voz. Hoy, como gritos lejanos surgen varias. Aún no las escuchamos de manera clara. Están como lejanas.
Antes alimentábamos el cuerpo y el alma con agresiones constantes. Hoy también. Todo es agresión. No importa cuando se diga esto.
La vida cotidiana cambia, ha cambiado en todas las épocas. Pero qué ha cambiado. El cambio de creencias siempre trae aparejado, como es de esperar, las más perversas reacciones. Nuestro presente no es casual ni gratuito. Ningún presente lo es. Algunas cifras debieran bajar, otras no debieran seguir en alza…
“La divinidad asesinada no se olvida jamás, aunque puedan olvidarse algunos detalles de su mito. Menos aún se puede olvidar que es especialmente después de su muerte que se hace indispensable a los humanos. Veremos enseguida que en numerosos casos está presente en el propio cuerpo del hombre, sobre todo por los alimentos que consume. Mejor dicho: la muerte de la divinidad cambia radicalmente el modo de ser del hombre” (Eliade, 1992, p. 107).
Algunas personas no han muerto. Sus cuerpos recibieron algunas calorías amasadas con manos de carne y hueso. Algunas personas no han muerto porque otras personas hablan bajo, como susurrando secretos que salvan a las personas que no han muerto.
Otras personas fabrican conductos al margen de toda premisa y a orillas de toda norma. Estas personas aceptan las sentencias antiguas −llueve sobre mojado− y son muy conscientes de ellas. Sentencias que son hasta abstractas y no dañan, sino que cantan las verdades de los tiempos. Estas personas aprendieron a hablar en códigos misteriosos.
Estas personas saltan las vallas. Otras personas crean los nuevos y viejos, los viejos y nuevos cantares de siempre y de nunca. Otras criaturas son extremada y hermosamente telúricas. Algunas personas miran por lo bajo pacientemente, para no ser vistas y cuidan el sendero que a su vez será caminado por otras personas que con el tiempo también mirarán bajo y cuidarán el sendero.
Otras criaturas miran hacia lo alto, sobre todo para cuando se rompa el techo. Esas criaturas ya miraban con atención el techo mientras éste se resquebrajaba de a poco. Algunas de esas personas no pueden con su genio y se suben a los hombros de otras criaturas para que el halo de luz sea más grande y potente e ingrese por las tejas maravillosamente rotas que terminan de romper esas personas subidas a los hombros de otras…
Algunas personas se reúnen. Algunas criaturas celebran. Algunas personas lamentan.
“Uno también puede elegir algo que no tenga delante −dijo como si explicara algo muy fácil a un individuo muy tonto−. Uno puede dar el nombre de un pájaro aunque el ave no esté presente ni sea normal: cuervo, codorniz, colibrí, ruiseñor, estornino, papagayo, milano; uno puede elegir. Incluso, una criatura voladora imaginaria, por ejemplo: caballo con alas, tortuga voladora, ballena aérea, serpiente espacial o ratón aéreo. Dar nombre a una cosa, etiquetarla, ponerle un asa, rescatarla del anonimato, en suma, identificarla… es una manera de darle el ser. En este caso, puedes crear al susodicho pájaro u Organismo Volador Imaginario” (Rushdie, 1991, p. 51).
Antes, en algún tiempo no muy lejano, las personas no podían reunirse siquiera en las esquinas. Hoy, formalmente pueden reunirse hasta en los patios de sus casas, pero el mandato de la productividad constante que ha reemplazado al mandato del proveedor o al mandato de la proveedora. Las diosas de las serpientes fueron reemplazadas por los dioses únicos. Lilith quedó relegada. La vegetación ha perdido su alma. Pero por más reemplazos y reemplazos y suplencias y recambios y agitaciones, y ataques, y sinrazones … nuestra deidad actual no nos da respiro. No respiramos. Ingresamos aire solamente. Luego lo sacamos. Somos como máquinas respiradoras para sostener las performances que nos dan el pase a ser aceptadxs. Somos los custodiados y somos la custodia suficiente para normalizar y estandarizar los comportamientos sociales. En caso de ser necesario, aún existe el uso de la fuerza, pero nos vigilamos nosotrxs mismxs y muy efectivamente. Catalogamos en manuales los modos de accionar y ser. Allí no se ramifica nada. En estos catálogos estructurados, algunas personas son almas puras y libres de todo pecado que provocan los suspiros y excelentes aprobaciones como seres que son mitificados por sus conductas, pero con la característica dual de que, en caso de ser necesario, y sólo en caso de ser así, estos seres son finiquitados físicamente, figurativamente, mentalmente, históricamente, abstractamente, emocionalmente... Pero mientras no sean finiquitados no importa si se corrompen o enojan −como si existiese alguien que no haya sido corrompido y vejado− se exacerba su sonrisa, su amabilidad, adorabilidad, su aparente paciencia constante. Cómo serán realmente las narrativas y las historias que tengan para contar esas bocas. No lo sabemos aún. No han hablado. No han pronunciado palabras.
¿Asistiremos acaso a la era de los cortes de las narrativas abruptamente? ¿Al divorcio de las trasmisiones entre las generaciones? ¿Dónde están las criaturas del pasado? ¿Dónde están las personas en las memorias de las personas? ¿Las habremos pasteurizado también, como pasteurizamos las relaciones humanas, la leche y los alimentos y tantas otras cosas? ¿O es que están aún vivas física, figurativa e históricamente presentes sin ser nombradas o siendo enunciadas de otras maneras y con otros nombres? ¿Habremos de agudizar nuestros oídos para aprender a escuchar los susurros de los tiempos?
La medida de todas las cosas nos resulta extremadamente importante. Por eso no vemos ni escuchamos ni sentimos ni percibimos ni intuimos porque en definitiva calculamos y calculamos hasta más no poder calcular y cuando no podemos calcular contamos ovejas y cuando ya no las podemos contar contamos otras cosas y cuando ya no podemos con la cuenta de esas cosas colapsamos… Decretamos que todo está perdido. Nos asisten un rato. Nos recuperamos y volvemos a calcular. A medir. Seguimos midiendo.
“Pues aquello que sucede en otras latitudes no puede jamás dejar de preocuparnos y en la medida de nuestras posibilidades podemos contribuir a fortalecer el trabajo de quienes luchan por condiciones mucho más justas, porque la humanidad, aunque es muchas también es la misma y habitamos en el mismo planeta. Sin embargo, si sólo hacemos una reproducción acrítica de la información que recibimos sobre la condición de opresión sufrida por otras, podemos estar contribuyendo a justificar intervenciones militares (Afganistán), al eurocentrismo (la prohibición del velo) o podemos llegar a afianzar la lógica universal de la victimización, contribuyendo al mórbido espectáculo de la muerte sin explicaciones” (Rodíguez, 2021, p. 136).
En medio de tanta vorágine, la sensación de encerrarnos en lo conocido que violenta es la tentación más amarga y más “segura”. Como se dice: mejor malo conocido que bueno por conocer… Como quedarnos para siempre en una postal de primavera eterna. Tal vez se haya dejado de crear nuevas verdades. Pero no sabemos cuándo dejamos de hacerlo. Mejor bueno por conocer que malo conocido… Lo que sucede es que es mejor seguir haciendo día y noche el sacrificio constante de la existencia. El dolor acarrea méritos impensados para reconocimientos, por momentos, absurdos, como perpetuando las situaciones que, a nadie en ningún rincón de ningún lugar, en el fondo, le gusta o gustaría vivir o volver a vivir, o revivir… En qué convertirse entonces. Nadie lo sabe.
Por qué sacrificamos los desvelos, en pos de qué o de quiénes. Qué nos dan. ¿Nos alimentamos plenamente al menos? ¿Nuestros músculos están tan atrofiados como para nadar suavemente contra la corriente? No necesitamos espectacularizar nada. Solo nadar constante y suavemente hacia la vera de otras criaturas. Volver a descubrir. Sí, aunque suene paradójico. Volver no a un pasado histriónico lleno de gestas exasperadas. Simplemente volver, andar y desandar. Dónde han quedado nuestros saberes y nuestros enseres, nuestras charlas y nuestras lecturas, nuestras lonas en los pastos, las yerbas diurnas y nocturnas en soledad o en compañía, pensando, contemplando. Nos han gustado ciertos ropajes de puertas adentro, por el motivo que fuere, por afinidad o por supervivencia. Pero la supervivencia…
Supervivencia, subsistencia, sobrevivencia. Nada es vivencia. Nada aparentemente. Perduramos en las fachadas de nuestras casas, de nuestras fotos, aulas, pasillos, cafés… Tal vez no nos hemos sumado al remolino de comunicados personales diarios pero nuestras postales se han transformado en la pintura diaria y lenta de los días. Ojalá sea un tiempo para adentro que luego eclosione en movimiento puro, en brazos vivos que aletean hacia las laderas de los ríos y de las aguas y de los bosques y las llanuras y de las montañas… En búsqueda siempre de ese nuevo conocimiento que no descubrimos, que descubrimos y hemos olvidado, de lo que hemos olvidado. El olvido es bueno. El olvido es bueno cuando se han sellado disputas y se han hecho acuerdos de ciertos cambios que modifican la cotidianeidad de los tiempos. El olvido es malo. Es malo cuando no se han sellado los acuerdos y cuando no se han sanado las heridas y cuando la pelusa se va escondiendo bajo la alfombra, acumulándose y sedimentándose como la nueva normalidad.
Seguir rasqueteando esta vez, en el sedimento. Quitar la alfombra. Rasquetear. Cavar con las uñas. Llenarse de polvo viejo. Quitar los cascotes de sedimentos. Mancharse la cara. Sudar. Llorar para estar vivxs. Llegar a la trampilla. Abrirla. Bajar a oscuras. Tener miedo, pero seguir. Bajar los peldaños. Oír sonidos. Estar ciegxs. Descalzarse. Sentir agua y seguir bajando. Que el agua nos cubra y nos refresque. Sumergirse y nadar a oscuras en esas aguas subterráneas. Que la piel absorba los siglos de los minerales de las formaciones rocosas. Tocar las algas sedosas. Comerlas. Hacer fotosíntesis y salir a la superficie. Llegar a tierra. Pisar y caminar sobre la hierba y la tierra en búsqueda de otras criaturas desconocidas que nos den ese conocimiento perdido y no tan perdido. Quedarse en cada casa el tiempo necesario cocinando a fuego lento. Aprendiendo esa alquimia de los materiales y los tiempos y las creencias y las lógicas de todos aquellos saberes que no tienen lógica, que perviven, que no hemos explicado o a los que no nos hemos aproximado.
Parar. Parar un poco. Nuestras venas y arterias y nuestro sistema digestivo y nervioso precisan un poco de descanso. Nuestra piel necesita fortalecerse y no mancharse. Nuestros pulmones necesitan otros aires. Nuestros sistemas auditivos otros cantares… El circuito cardíaco conectarse con los demás circuitos. Nuestras mentes deben parar un rato. Establecer otro tempo. Rearmarse. Rearmarnos. Volver a ordenar los conocimientos que saldrán de nuestras enunciaciones mientras otras criaturas nos escuchan.
La trampilla seguirá abierta y a través de ella circulará aire hasta que podamos volver. Otros limpiarán la habitación y sacarán los cascotes de polvos. Cambiarán la alfombra y sahumarán. Regularmente barreremos la habitación y cambiaremos la alfombra. Y volveremos a abrir esa puertecita las veces que sea necesario para que otrxs puedan bajar, nadar, llegar, recorrer y retornar. Nuestras cosmogonías se revitalizarán y nutrirán de nuevas experiencias. Aprenderemos que forzar una linealidad en el tiempo resulta lo más nocivo para nuestros modos de habitar los tiempos y los espacios. Respetaremos los círculos y las curvas y las rupturas cuando estas sucedan. Y entre retornos y experiencias el mundo seguirá siendo una ruleta, pero desde otro lugar y con más posibilidades.
“¿Cuál es en suma nuestra misión? ¿Consistirá en representar y tamizar el sentir profundo de nuestro pueblo, o consiste simplemente en incrustarnos en su periferia detentando especialidades que nuestro pueblo no requiere? Evidentemente esta es la paradoja que plantea el quehacer filosófico cuando se lo toma en profundidad. Pero no se trata de proclamar un rabioso folklorismo filosófico, porque si así lo hiciéramos denunciaríamos una grave debilidad. Se trata antes bien, de captar libremente nuestra verdad sudamericana, que para nuestra mentalidad excesivamente esquemática de clase media intelectual, resulta desde todo punto de vista sorprendente e imprevista. Es preciso pensar que la comprensión de un “sentido” de la vida sudamericana debe rebasar las barreras que nosotros colocamos para ello.” (Kush, 2009, p. 274)
Bibliografía
Aguirre, Patricia, (2024), “"Nuestra comida es terriblemente homogénea y aburrida", Página 12, 2024; en https://www.pagina12.com.ar/425181-patricia-aguirre-nuestra-comida-es-terriblemente-homogenea-y
Eliade, Mircea (1992), Mito y realidad, Barcelona, Editorial Labor.
Le Guin, Úrsula, (1969), “La mano izquierda de la oscuridad”, Buenos Aires, Minotauro.
Kusch, Rodolfo (2009), Obras Completas, tomo II, Rosario, Fundación Ross.
Rodríguez, Maríbel Núñez (2021), Feminismos y poscolonialidad I, en Karina Bidaseca y Vanesa Vazquez Laba (comps ), Buenos Aires, Ediciones Godot.
Rushdie, Salman, (1991). Harún y el Mar de las Historias, Barcelona, Seix Barral.
Yourcernar, Marguerite (1938), “La leche de la muerte”, Cuentos Orientales, París, Gallimard.
Fotos: Brenda Lizet Vázquez Campero, @brnd.
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