Agustín Bonaveri
Abogado, profesor del Departamento de Folklore, UNA
El presente trabajo tiene por objeto abordar a las cofradías en sus aspectos de sociabilidad, participación en clave democrática y resistencia por parte de los grupos étnicos oprimidos en el orden colonial indiano, en el tramo histórico que recorre los siglos XVI al XVIII. Como metodología de análisis se realiza el estudio a través del concepto de institución. Siguiendo a Tau Anzóategui y Martiré (1998), la institución se compone de tres elementos: la situación o hecho social, que resulta ser la práctica que se identifica; la valoración o elemento axiológico; y la regulación, que es el aspecto jurídico normativo de la institución.
A tales fines se analizarán las tres dimensiones planteadas −sociabilidad, participación democrática y resistencia−, con el objetivo de verificarlas en las dinámicas que surgen de los diferentes grupos étnicos del orden colonial, especialmente españoles, negros e indios.
Toda vez que el objeto de la investigación radica en abordar la institución en general −y no una cofradía determinada− es posible que en algunos casos se verifiquen conjuntamente esas tres dimensiones y en otros no, ya que las cofradías estaban insertas en un contexto social y geográfico diverso, generando particularidades entre unas y otras. El período histórico abarcado, aun constituyendo un espacio de tiempo relativamente homogéneo, también ofrece diferencias, sobre todo al inicio del traspaso de las cofradías del Viejo Continente a las Indias y al aproximarse al final del ciclo de la Modernidad marcado en el año 1789.
I. Las cofradías en el orden colonial
Con carácter previo, resulta útil efectuar algunas consideraciones conceptuales. Las cofradías son instituciones de carácter religioso originadas en Europa y fueron trasladadas al continente americano donde, manteniendo su esencia, adquirieron matices y facetas que moldearon un carácter particular. Se organizan bajo la figura de un santo patrono o santa patrona, pero también pueden tomar como referente y marca identitaria alguna de las diversas advocaciones de la Virgen María o representaciones de la cristiandad como la cruz, el sepulcro y otras figuras icónicas de la fe católica. De este modo pueden hallarse cofradías de carácter cristológico, sacramental, marianas o relativas a la Virgen, de santos y santas o pasionarias, entre otras.
Las cofradías debían establecerse “en una iglesia, oratorio público o convento. Generalmente tuvieron en ellos una capilla o lugar anexo para su sala de cabildo y donde guardaban sus estandartes −los que sacaban durante las procesiones−, los libros de cuenta, así como los ornamentos sagrados” (González Fasani, 1996).
Se trata de un agrupamiento de laicos, que no revisten el carácter de sacerdotes, monjas o hermanas. En algunos casos se les aplica el término hermandad o tercera orden, dado que primera orden es la de varones sacerdotes, segunda orden la de las hermanas y la tercera orden es la de laicos.
Sin embargo, las cofradías tienen algunas diferencias. Así, se ha dicho que “una de las diferencias que separan a las terceras órdenes y las cofradías se halla, entonces, en la ligazón orgánica de las primeras respecto de una familia de religiosos, con la que comparte el carisma, la devocionalidad y, en parte, los objetivos. Es cierto que existían cofradías que, como las del Rosario, estaban fuertemente ligadas también a una determinada orden religiosa, en este caso específico, la dominica. Pero el grado de pertenencia es mayor, más «orgánico» en las terceras órdenes. Otras distinciones pasan por las mayores exigencias espirituales de las órdenes terceras, que suelen adoptar algunas modalidades de vida de los religiosos, aunque sus miembros permanezcan en «el mundo» (Di Stefano, 2002).
Las cofradías tienen su origen en la temprana Edad Media, aunque pueden hallarse fundamentos de su creación en las etapas iniciales del cristianismo. La vida en comunidad −que será recuperada por las primeras cofradías− tiene un basamento en los textos sagrados.
En los Hechos de los Apóstoles, donde se narran los tiempos del surgimiento de la Iglesia, en referencia a la primera comunidad de cristianos se dice: “Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la convivencia, a la fracción del pan y a las oraciones […] Todos los que habían creído vivían unidos; compartían todo cuanto tenían, vendían sus bienes y propiedades y repartían después el dinero entre todos según las necesidades de cada uno. Todos los días se reunían en el Templo con entusiasmo, partían el pan en sus casas y compartían sus comidas con alegría y con gran sencillez de corazón. Alababan a Dios y se ganaban la simpatía de todo el pueblo; y el Señor agregaba cada día a la comunidad a los que quería salvar” (Hch 2, 42-47). Pueden hallarse en este texto algunas de las notas características que adoptarían las cofradías.
No obstante, los contornos propios y característicos de la institución surgen en el siglo VIII con San Bonifacio. Este santo, nacido en Wessex, Inglaterra en el 675 y martirizado el 5 de junio −día que se celebra su festividad− de 754 es, conocido como “el Apóstol de los Germanos”, por su obra evangelizadora en territorios como los actuales Países Bajos y Alemania. En lo que respecta las cofradías, “consideró que […] eran una ayuda para poder predicar y extender el cristianismo, y con el fin de orientarlas a estos objetivos específicos les asignó tres funciones: a) vivir una vida cristiana profunda y en grupos; b) practicar la ayuda mutua con obras de caridad y c) la ayuda debía prolongarse después de la muerte a través de los rezos” (González Fasani, 1996). Es posible apreciar en esta fórmula las notas distintivas que luego caracterizarían a las cofradías.
Ahora bien, el contexto socio político de la época podría constituir un incentivo para este tipo de organización religiosa. En efecto, tras la caída de Roma en el 476, el colapso de la sección occidental del Imperio impacta en los aspectos sociales, culturales, políticos −y probablemente psicológicos− de la población, y será el germen de una nueva forma de organización de la sociedad que conformará el occidente europeo. La atomización del poder central pudo tal vez permitir imaginar un modo de organización religiosa con notas de agrupamiento relativamente pequeño y a la vez de una fuerte cohesión interna.
Los fines que podían propiciar las cofradías eran diversos. Algunas se centraban en la oración o en la penitencia. Otras más activas se dedicaban a curar enfermos, visitar presos o asistir a los peregrinos. Vale resaltar que estas actividades iban siempre acompañadas por la finalidad religiosa propia de la institución.
Además, existieron cofradías gremiales, organizaciones laborales que adoptaban la forma de las cofradías. En Europa se desarrollaron a partir del siglo XII para proteger la actividad de distintos oficios, como los carpinteros, constructores, orfebres, sastres, zapateros, entre tantos otros. Los talleres se organizaban bajo reglas estrictas y con jerarquías rígidas, en general con una trilogía de grados: aprendiz, oficial y maestro. Estas asociaciones corporativas se insertaban adecuadamente en el modelo medieval de organización social.
En esta línea se sostiene que “las cofradías y los gremios constituyen tipos de asociaciones voluntarias difícilmente distinguibles. El gremio y/o la cofradía surgieron como necesidad de asociación de artesanos, mercaderes y profesionales quienes buscaron defender sus intereses laborales frente a la intrusión de extraños y gente no debidamente preparada. Su aparición durante la Alta Edad Media y su auge durante la Baja explican su estrecha vinculación con tareas religiosas, ya que la vida social de esos escenarios temporales estaba permeada totalmente por la religión” (Rodríguez-Sala, 2009).
En América, las cofradías de gremios también tuvieron vigencia por diversas razones a las del Viejo Continente. Un factor determinante radicaba en el monopolio impuesto por la Corona a sus colonias y dominios ultramarinos, que implicaba entre otros aspectos la restricción, como regla general, de la fabricación de bienes en las Indias.
El sistema de flotas y galeones instaurado por el rey Felipe II generaba seguridad de los metales preciosos y bienes transportados, pero al establecerse un único puerto de destino en el Caribe se encarecían las mercaderías que se transportaban hacia zonas más alejadas. Este sistema se modificaría con las reformas administrativas borbónicas, que pondrían fin al sistema de flotas y galeones y establecería el comercio libre entre España y las Indias, permitiendo a partir de 1783 “que 13 puertos peninsulares y 27 americanos participaran en el comercio transatlántico sin restricciones” (Aristazábal Barrios, 2017).
Ahora bien, durante la etapa del monopolio y por las dificultades de transporte, la Corona permitió la producción restringida de bienes de uso doméstico y cotidiano, como ser mobiliario, ropa, vajilla, utensilios diversos, etc. Los gremios que desarrollaban esta tarea, con su carácter corporativo propio de la Edad Media, eran cuestionados por la Corona, que progresivamente centralizaba el poder, combatiendo las expresiones que pudieran atomizarlo como en la época feudal.
Por tal motivo, los gremios se organizaron bajo la forma institucional de cofradías, bajo la advocación de un santo patrono, el cual generalmente guardaba relación con la actividad desarrollada. Así, los carpinteros tomaban a San José, los orfebres a San Eloy, los pescadores a San Pedro, barberos y cirujanos a San Cosme y San Damián y los zapateros a San Crispín, santos vinculados cada uno con los respectivos oficios.
No obstante lo dicho hasta aquí respecto a las hermandades, las cofradías “tradicionales” y las de gremio, es necesario tener presente el modo en que la institución impactaba en el ámbito de la religiosidad popular, y a su vez la resignificación que operaba sobre la institución desde este campo. En tal sentido, se ha dicho que “la clasificación institucional-canónica establecida en la Colonia entre estos niveles de organización, no fue cabalmente entendida ni respetada en los términos coloquiales de la religiosidad popular” (Cruz Rangel, 2006).
II. Las cofradías como espacios de sociabilidad
Los espacios de sociabilidad en el orden colonial eran escasos: además de las cofradías, la iglesia y el mercado, se destacan las pulperías, que además de proveer alimentos, bebidas y elementos como velas, carbón y telas, funcionaban como espacio de encuentro, con riñas de gallos, juegos de naipes y de dados, actividades no siempre bien vistas por las autoridades. Así, para el caso de los indios, en su Memoria el virrey del Perú Juan de Mendoza y Luna expresaba que allí “se prohíben por ordenanza las tabernas o bodegones en la ranchería de indios” (Granada y Magariños Cervantes, 1800).
Las cofradías contaban con la ventaja de ofrecer un espacio religioso y alejado de las actividades mundanas de las pulperías. Así, “como integrantes del conjunto de instituciones, cumplieron un rol que desde el momento de su fundación les asignaron los españoles. Éstos, habiendo cambiado su propia realidad y habiendo perdido sus vínculos de parentesco y el estatus que había tenido en sus pueblos de origen, encontraron en las cofradías el nexo para agruparse entre parientes y paisanos y tomaron la advocación del santo patrono de su pueblo, buscando identificarse con los símbolos que adoptaba la institución. En épocas posteriores, el ejercicio de los cargos como mayordomos, priostes, alféreces o caporales permitió que los españoles ganaran prestigio, ofreciéndoles la oportunidad de ocupar un estatus elevado dentro de la sociedad colonial” (Celestino, 1990).
Es importante destacar que el concepto de espacio público según Habermas “es un fenómeno propio de la sociedad burguesa que se da en paralelo con la afirmación del capitalismo a partir del siglo XVIII en Occidente”, por lo que este autor rechaza su existencia al analizar la sociedad ateniense en la Antigüedad. Para este autor, “la existencia de ‘lo público’ (Öffentlich), como aquello accesible a todos no alcanza para el desarrollo del ‘espacio público’ (Öffentlichkeit). Es necesario, por tanto, que se desarrollen mecanismos sociales de formación del público como sujeto y agente crítico en dicho ámbito” (Barrionuevo y Rodríguez, 2019). En este sentido, la relativa privacidad que ofrecían las cofradías en el mundo colonial podría resultar un ámbito para la constitución de los cofrades como sujetos y agentes críticos.
En línea con lo aquí planteado, y aplicado a las cofradías, se ha dicho que “en las pequeñas ciudades como San Salvador de Jujuy, los ámbitos de sociabilidad mantendrían el principio de confusión entre lo público y particular, porque de la misma manera que en el resto de Iberoamérica, la constitución de la esfera de sociabilidad pública y de los ámbitos privados aparecerían tardíamente y no alcanzarían a modificar profundamente las características del espacio público del Antiguo Régimen” (Cruz, 2008).
En el periodo histórico bajo estudio, también conocido como Antiguo Régimen, no había una clara distinción entre el espacio público y el privado. Este Ancien Régime, expresión que tuvo origen en Francia al caracterizar la monarquía anterior a la Revolución de 1789, resultaría aplicable a cierta parte de la Modernidad, esto es, siglos XVII a XVIII, aproximadamente según las regiones. Ello corresponde en Europa a la formación de los Estados-nación y a la consolidación de la monarquía como forma de gobierno.
En el mundo colonial se reproducía la organización social del Antiguo Régimen europeo, “en base a valores y concepciones que pueden resultarnos muy extraños hoy. [Por ejemplo] la estratificación social no tenía que ver ni única ni principalmente con la riqueza de las personas; no se trataba de una sociedad estructurada en clases, como las del sistema capitalista, sino en estamentos, órdenes y corporaciones. Los hombres y mujeres de la época concebían la sociedad como un organismo en el que cada persona y cada grupo ocupaba un lugar que no venía dictado ni siquiera teóricamente por las capacidades de cada cual: se nacía dentro de una determinada condición, que implicaba específicos derechos y obligaciones para con Dios, para con las demás personas −y según el lugar que ocupaba cada una de ellas− y para consigo mismo. La entidad básica de la sociedad eran menos las personas que los grupos, empezando por la familia. Se pensaba que existía un orden dictado por Dios y por la naturaleza al que la voluntad de los hombres debía adecuarse, un orden esencialmente justo que por regla de principio no podía ser alterado sin atentar contra la justicia. Consideremos este punto, fundamental para entender -por ejemplo el carácter de la «ayuda mutua» y de la «beneficencia» coloniales” (Di Stefano, 2002).
En esta concepción del mundo, la idea de justicia es muy diferente a la actual. Si hoy se acepta la igualdad entre las personas como un principio de justicia, en el Antiguo Régimen, contrariamente, la idea de justicia implicaba el mantenimiento de las desigualdades sociales. Ello guardaba relación con la concepción organicista de la sociedad, donde cada persona o grupo ocupa un lugar que tiene un valor diferente y, por lo tanto, no igual. Así como una uña no tiene el mismo valor que la cabeza, los paralelismos corporales se trasladaban al cuerpo social.
En consecuencia, la desigualdad estructural; pero a la vez, el carácter obligatorio de la asistencia a los menos favorecidos: la limosna que el rico daba al pobre no era una dádiva sino un acto de justicia, porque ese era el rol que cada una de las partes tenía en la sociedad. Mantener ese statu quo era lo justo, e intentar modificarlo haciéndolo más igualitario era un atentado contra el orden establecido.
Es en este contexto donde las cofradías y hermandades encuentran un ámbito propicio para desarrollar, además del componente religioso, uno de los aspectos más relevantes de la institución: la ayuda material entre los cofrades y, con ello, el despliegue de redes de socialización en el rígido y estratificado orden colonial. Así, se ha dicho para el ámbito rioplatense, pero aplicable a otras latitudes, que “la cofradía como expresión de la realización del ideal de caridad fraterna en el plano religioso y de la sociedad natural en el plano humano, fue el fiel reflejo [de las formas] de sociabilidad e integración de los individuos, de las familias y de ciertos grupos de la sociedad porteña del siglo XVII” (González Fasani, 1996).
En esta línea, la poca distinción entre el espacio público y el privado tenía como consecuencia la escasez de ámbitos de socialización fuera del control estatal. Las cofradías constituían uno de ellos, a pesar de que hacia el siglo XVIII la monarquía borbónica había intensificado la fiscalización estatal sobre la institución. Hacia el interior los cofrades podían organizarse con relativa libertad, tanto en los fines espirituales Cofrades de Solalá (Guatemala) óleo de A.C.Ixtamer,1988 como materiales.
Respecto a estos últimos, debe tenerse presente que, durante el período estudiado, el Estado, representado por el monarca que abarcaba todas las funciones de gobierno, justicia y legislación, no tenía como mandato satisfacer derechos sociales, imperativo que recién comenzaría a insinuarse hacia fines del siglo XIX con la denominada “cuestión social”. Ello encontraría primero una respuesta violenta y represiva por parte del Estado, luego regulaciones tuitivas de los trabajadores a nivel legal, y finalmente el reconocimiento en la cúspide de los ordenamientos jurídicos nacionales; así la Constitución de Querétaro (México) en 1917 y la de la República de Weimar (Alemania) en 1919 inauguran el denominado “constitucionalismo social”, que en nuestro país se alcanzó con la Constitución de 1949: aunque derogada por el golpe militar de 1955, los derechos sociales, laborales y previsionales se condensaron en el art. 14 bis con la reforma de 1957.
Si bien en el Estado monárquico no existían derechos sociales, sí existían las necesidades sociales, como la subsistencia de las familias cuando sus miembros enfermaban, se accidentaban o fallecían prematuramente. En esos casos las cofradías se encargaban de asistir a las familias desvalidas de los cofrades. Otro de los aspectos materiales era el mantenimiento de los templos donde se celebraban las reuniones. Las ceras (velas) cumplían una función ornamental, simbólica −la luz que vence al Maligno en las tinieblas− pero también concreta y práctica de iluminación de los templos. A esas manifestaciones de los deberes materiales que implicaba ser miembro de una cofradía, pueden añadirse la atención de los altares, la organización de las procesiones, especialmente en la fiesta del santo patrono, y la ayuda mutua en caso de necesidad. Todo ello iba conformando redes de interacción entre los cofrades, pero también entre éstos y el resto de la comunidad. Así, por caso, la visita a presos o enfermos, además de una actividad espiritual propia de la fe católica, generaba lazos e interacciones de índole social.
Dentro de la profunda religiosidad de la época, la muerte no constituía tanto un final como un principio, ante el cual se abren tres posibilidades: el Cielo, el Purgatorio y el Infierno. Las cofradías trabajaban fuertemente por las almas del purgatorio, que se consideraba “una realidad espiritual sufriente, purgante, purificante, pero tan concreta que su duración podía incluso medirse cronológicamente”. Para reducir el tiempo de estadía en el Purgatorio, la Iglesia instituía indulgencias que podían obtenerse al pertenecer a determinadas cofradías, hermandades o terceras órdenes, y mediante rezos, obras y donaciones que los cofrades vivos hacían por sus hermanos purgantes. Estas concepciones españolas “sobre la «buena muerte» coincidían bastante con las creencias sobre el más allá de al menos algunas de las etnias indígenas y con las de los africanos importados como esclavos, por lo que el interés por este aspecto se encuentra reflejado también en las cofradías llamadas «de naturales»” (Di Stefano, 2002).
Las cofradías permitían potenciar y estrechar otras vinculaciones previas de los cofrades, como ser las relaciones de parentesco, afinidades como el compadrazgo o vínculos de amistad o paisanaje. También tenía efectos externos, generando posibilidades de inserción de los cofrades en órganos de gobierno de la sociedad indiana, como ser el cabildo. Además, las cofradías generaron “espacios de sociabilidad que coadyuvaron a la formación de una elite local, al delimitar y sancionar las distancias entre quienes podían ingresar a la entidad y quienes lo tenían vedado por las constituciones, contribuyendo a la gestación de una conciencia de pertenencia a esa elite en proceso de conformación. En las de acceso más limitado la adscripción misma «hablaba» sobre la categoría del beneficiario, desde el momento que testificaba determinadas cualidades personales y lo distinguía del resto de la comunidad local. Formar parte de ciertas cofradías implicaba detentar un determinado capital social y simbólico, un caudal de prestigio que reforzaba el lugar de privilegio que se ocupaba en el cuerpo social” (Di Stefano, 2002).
La sociabilidad de las cofradías y hermandades –y también de las mayordomías, formaciones semejantes pero más seculares− encontraban otro espacio en intensos festejos populares, que eran observados con desconfianza desde el poder. Así, “el Estado enfocó sus esfuerzos en poner freno a los gastos excesivos de los mayordomos en celebraciones y otros eventos considerados manifestaciones de regocijo pagano y propiciatorios de una conducta inmoral, cuando su objetivo debía centrarse en fomentar la piedad cristiana y la asistencia social. Sistemáticamente se acusó a las autoridades y principales indígenas de destinar indebidamente bienes comunales al culto, además de incumplir la ley 25, título 4o, libro 7, de las Leyes de Indias, que exigía a las Repúblicas indígenas informaran sobre el origen, gastos y fondos de las cofradías en cualquier iglesia o capilla” (Cruz Rangel, 2006), debiéndose aclarar si se trataba de bienes de la comunidad o de la cofradía, de lo cual podría inferirse la confusión en la administración de los patrimonios de unas y otras.
III. Las cofradías como espacios de resistencia
Las cofradías funcionaron también como espacios de resistencia para los grupos más desfavorecidos del orden colonial, entre ellos los negros, tanto esclavos como libres, y los indígenas. Entre los negros, también los libertos eran un grupo desfavorecido, ya que en la etapa bajo estudio podía reconocerse una suerte de orden pigmentocrático. Independientemente del estatus jurídico del individuo (libre o esclavo) o de su mayor o menor fortuna económica, el color de la piel marcaba una diferencia en el escalafón social.
En este contexto, los negros encontraban en las cofradías un espacio relativamente privado en donde poder interactuar con mayor libertad y sin el control impuesto por sus amos y por el conjunto social; control que en el caso de los esclavos resultaba incluso físico, ya que había una posesión y dominio jurídico de su cuerpo. En efecto, los esclavos se compraban y vendían como cosas: eran seres humanos, pero dejaban de ser personas. Las causas por las que una persona podía transformarse en esclavo eran diversas −por ejemplo, la venta personal, la venta de un familiar, ser hijo o hija de esclava, el trocamiento de una pena por delito grave, etc. El estatus jurídico de los esclavos negros fue motivo de estudio y debate por los doctrinarios universitarios en el siglo XVI, teólogos y juristas que ahondaron en la licitud de la esclavitud y sus causales (Rabbi-Baldi Cabanillas, 1993).
Va de suyo que el uso de la mano de obra gratuita o muy barata de los indios −en la encomienda o la mita− así como la de los esclavos, constituyó una fuerza de trabajo fundamental para la extracción de metales preciosos en el marco del modelo mercantilista imperante.
En el caso de los negros, su inclusión en las cofradías con el objeto de formarlos en la fe cristiana generó rechazos en un principio. Ello puede deberse, tal vez, a la intuición de las autoridades sobre el poder de la organización de ese grupo étnico que podría generarse en un ámbito relativamente privado. Ello “así lo testifica la petición que hizo el doctor Pedro López en 1585, cuando propuso dos memoriales a los padres que sesionaban en el Tercer Concilio Provincial mexicano, en el que señalaba la necesidad de crear una cofradía de negros en la ciudad de México para atenderlos espiritualmente. La respuesta del Concilio fue negativa, uno de los argumentos fue el temor a alguna rebelión” (Castañeda García, 2012).
Un espacio de resistencia de los negros esclavos que huían de sus amos, llamados cimarrones, fueron los refugios denominados palenques, también llamados quilombos en el Brasil y el Río de la Plata. En estas zonas liberadas, los negros se organizaban y trabajaban comunitariamente. En algunos casos alcanzaron importantes dimensiones sociales, económicas y hasta políticas, como el famoso Quilombo de los Palmares brasileño en el siglo XVII, con aproximadamente 15.000 cimarrones, al que también se sumaban indígenas y mulatos.
En las cofradías, con mucha menos libertad, los negros también podían socializar y generar espacios reales y simbólicos de resistencia, sin contravenir el sistema legal imperante. La reunión de negros fuera de estos espacios era algo prohibido o limitado por el orden colonial. Así, realizaban danzas, celebraban fiestas y otras prácticas que les permitían mantener vigente su identidad cultural. Solían congregarse en cofradías bajo la advocación de San Baltasar, el rey mago negro, el etíope San Benito mártir o vírgenes de piel oscura. Recolectaban fondos para celebrar sus fiestas, entre las que se destacaban las del Rosario, los Santos Reyes, San Benito y San Sebastián. En las celebraciones danzaban al ritmo de los tambores. Estos actos llevaron en 1779 a que el párroco de la iglesia de La Piedad en Buenos Aires acusara “a los negros de faltar el respeto a la Iglesia y a la religión, bailando frente al atrio de la parroquia, con sus típicos movimientos «obscenos» desde «el mediodía del día de San Baltasar y el Domingo de Pascua»” (Di Stefano, 2002).
Además de las interacciones de carácter social, aprovechaban el carácter religioso de la institución para recrear sus rituales, bajo el velo de las prácticas y sobre todo de las figuras de santos, santas y representaciones de la cristiandad. Se desarrolló así un sincretismo religioso, en la combinación de creencias africanas con la fe católica, tanto en los dominios españoles como en los portugueses.
Los indígenas podían encontrar un espacio de resistencia con la organización en repúblicas de indios, si bien bajo el sometimiento a las normas del derecho indiano y la vigilancia española. La cofradía también ofrecía posibilidades de organización y de resistencia, por lo cual las comunidades indígenas disputaban con las autoridades religiosas, fundamentalmente en lo que respecta a los cargos electivos y de representación, como así también respecto a la administración de los bienes de la cofradía.
Asimismo, entre los grupos indígenas funcionaran mayordomías. Se trataba de Cofradía de negritos Cruz Blanca (Huánuco, Perú, 2012)
organizaciones devocionales católicas, que no
staban aprobadas oficialmente mediante constituciones, y con menor control por parte de las autoridades. Así, se ha dicho que “aunque en las comunidades indígenas que tendían a escapar de la ortodoxia institucionalizada del catolicismo, los términos mayordomía, cofradía o hermandad podían ser sinónimos, su finalidad era la de sustentar y fomentar el culto católico, controlando recursos productivos de carácter privado y/o colectivo, sin estar obligadas −al menos formalmente−, a retribuir a sus socios”.
Hacia el final del período que podemos situar en el primer tercio del siglo XIX, cuando se producen la mayor parte de las revoluciones emancipatorias en América, muchas cofradías comenzarán a sufrir cambios, y algunas se transformarán en mayordomías. En este sentido, se afirma que hacia fines del siglo XIX la cofradía, “al perder sus bienes raíces y propiedades, base de su sustentación económica” cesa “para convertirse en una asociación secular de miembros voluntarios que, fieles a la tradición, continuaron sus costumbres” (Pérez-Rocha, 1978).
El sometimiento de las comunidades indígenas por parte del conquistador implicaba la pérdida de la cultura ancestral, debido al desmembramiento, los traslados forzosos, etc. Así, aquellas comunidades podían mutar en comunidades campesinas, por cambios relacionados con los sistemas de trabajo, las relaciones sociales de producción y el comercio en una economía mercantil (Spalding, 1974). Entonces, algunas prácticas de resistencia adquiridas en las cofradías de indios podían continuar en los grupos campesinos, que consideraban a la tierra un atributo esencial para la reproducción, simbólica pero también real, de su modo de vida. Destaca Martínez Saldaña (1987) que frente a las amenazas −políticas o sociales− estos grupos tradicionales se complementan con “grupos secretos que empiezan a tomar forma fundados en conjuntos sociales existentes, como mayordomías, clientelazgos, sectores de edad o de descendencia y recogen el descontento y lo canalizan al interior del mismo (sic), ritualizándolo o formando ceremonias que permitan burlar al enemigo o el posible daño que acecha a la comunidad”.
IV. Las cofradías como espacios de participación democrática
El término democracia define una forma de gobierno, un sistema procedimental de elección de autoridades y un modo de expresión o forma de vida de la sociedad, que serán una construcción posterior a partir de la Revolución Francesa y el constitucionalismo. Es claro que el sistema político e institucional de las colonias americanas no era democrático, y refleja una sociedad que tampoco era democrática.
A modo de ejemplo, pueden observarse ciertos requisitos de admisibilidad en la Hermandad de la Caridad de Córdoba, que “a pesar de declararse integrada por «pobres y ricos», especificaba que los hermanos debían ser «cristianos viejos, de limpia y honrada generación, sin raza de morisco, mulato ni indio, ni penitenciado por el Santo Oficio, ni de los nuevamente convertidos a nuestra Santa Fe... ni que hayan sido castigados por la justicia ordinaria con pena afrentosa». Se estipulaba en las constituciones, además, que quienes se admitieran debían ser «hábiles y suficientes para ejercitar los oficios de esta Santa Hermandad» -o sea, saber leer y escribir- y «tener veinticinco años de edad y hacienda suficiente para sustentarse según la calidad de sus personas». Es decir, los requisitos eran tales que sólo los miembros de la elite -y luego sus hijos y nietos, porque el derecho a la adscripción era hereditario- podían formar parte de la Hermandad” (Di Stefano, 2002).
Con estas salvedades previas, es posible adentrarse en el componente democrático y de participación que nos proponemos resaltar.
Las cofradías requerían para su establecimiento en las Indias de la licencia del rey y del obispo diocesano. Esto fue confirmado por una bula del papa Clemente VIII del 3 de diciembre de 1604 por la que prohibía erigir cofradías sin la autorización del obispo. A ello se sumó la supervisión real, que quedó establecida posteriormente en la Novísima Recopilación de Indias. Es dable destacar que, como en otros aspectos jurídicos del ámbito colonial, las normas y los procedimientos no siempre se cumplían, y en ocasiones se procedía al establecimiento de cofradías que no contaban con ambas autorizaciones. Tal el caso de la ciudad de México, como afirma Alicia Bazarte Martínez, aunque ello no puede afirmarse de modo tan categórico para el ámbito del virreinato del Río de la Plata (González Fasani, 1996).
En la organización institucional, los diversos cargos “en muchos casos eran electivos, aunque no siempre todos los cofrades podían gozar del voto activo o pasivo, es decir, de la posibilidad de elegir y de ser elegidos. Los cargos electivos eran diversos, como por ejemplo el de mayordomo o mayordoma, ya que en muchos casos lo ejercían mujeres, alférez, tesorero −generalmente reservado a varones españoles−, diputados, entre otros. Es claro que la cobertura de estos cargos otorgaba prestigio a sus titulares y que a menudo les permitía gozar de beneficios muy tangibles, como préstamos de dinero o el acceso a determinados recursos. Sin embargo, sabemos que en algunas hermandades los cargos comunitarios no eran muy apetecidos, ya que han quedado registrados episodios que revelan dificultades para encontrar candidatos voluntarios” (Di Stefano, 2002).
En las cofradías de indios los cargos directivos podían ser electivos o por designación del gobierno indígena. Así, se ha dicho que “el beneficio social debido a la existencia de las cofradías y sus fondos económicos sujetos al control de los cargueros electos por los hermanos −por sufragio directo o por mediación del gobierno de la República de indios−, redundaba en una capacidad de poder de decisión si se hacía acompañar de una administración selecta y comprometida con la comunidad”. Las elecciones de los directivos no estaban exentas de tensiones, ya que de ello dependía la administración de los bienes de la cofradía; y en ocasiones se confundían los de origen comunal con los propios de la cofradía. “Así, fueron frecuentes las disputas entre los clérigos y las comunidades indígenas por la administración de los bienes de cofradías y por la elección de los cargueros” (Cruz Rangel, 2006) lo que demuestra la fuerte vinculación entre esta forma de organización y la República de Indios propia del orden público indiano.
El carácter relativamente innovador de las cofradías en el rígido orden colonial puede reconocerse también en el rol de las mujeres en los cargos directivos de la institución. Se recuerda el caso de “Mathiana María, quien tuvo que asumir la mayordomía tras la muerte de su marido quien la desempeñaba en 1764. Y no sólo cumplió este periodo, sino otro más, no obstante que la legislación colonial relativa a las cofradías impedía a las mujeres ocupar cargos directivos en las mismas, no así el que fueran hermanas. [Además de reemplazar al marido en el cargo, también se ocupaba] de la preparación de los alimentos, del aseo de los inmuebles religiosos, de vestir a las imágenes −especialmente a las femeninas− y cargarlas en las procesiones”. Si bien muchas veces las tareas de las mujeres en las cofradías estaban reservadas a tareas de limpieza, ornato o acompañamiento en las procesiones, también ocuparon lugares de conducción, como el caso de doña Francisca Beltrán, quien fue electa mayordoma de la cofradía de indios del Santo Entierro en 1770 y ejerció su cargo por ocho años consecutivos. Cabe destacar que junto con su elección, “como medida adicional se dio por terminada la prohibición que impedía a los miembros femeninos hacerse cargo de la directiva” (Cruz Rangel, 2006).
Cofradía de los 7 dolores de la Sma. Virgen de S.Domingo,Guatemala
V. Conclusiones
Las cofradías tuvieron gran relieve e importancia en el orden colonial. Además de integrarse como instituciones religiosas, tuvieron un destacado rol como medio de sociabilidad.
Desarrollaron una dimensión económica, que puede observarse claramente en las cofradías de gremio, pero también en las puramente religiosas, ya que uno de los pilares centrales de estas instituciones se relacionaba con aspectos materiales del culto. Asimismo eran instituciones que generaban recursos, por ejemplo con las cuotas que aportaban los cofrades o las donaciones que podían recibir, y a la vez erogaciones, tales como el mantenimiento y embellecimiento de los templos, las fiestas patronales o las ayudas materiales a los cofrades necesitados.
Por otra parte, permitieron el despliegue de lazos de sociabilidad entre los cofrades, tanto al interior como hacia el exterior. Esto último puede observarse en las cofradías hospitalarias o que acompañaban con la palabra de Dios y la comunión a los presos, y también al favorecer el acceso de los cofrades a cargos de gobierno, como ser en los cabildos coloniales.
Las cofradías permitían estrechar lazos de parentesco o afinidad. A pesar de la situación política con su fuerte impronta de control, siguiendo la conceptualización de Habermas, un espacio público libre de las interferencias estatales permite el despliegue espontáneo de los miembros de la cofradía, y posibilita aproximarnos al carácter innovador que implicó la institución a los fines de la sociabilidad.
En otro orden, las cofradías constituyeron espacios de resistencia para los grupos menos favorecidos, entre ellos indios y negros. Era una institución que permitía la conformación por etnias, lo cual propiciaba, muchas veces sin quererlo, el fortalecimiento de esos grupos, al permitirles, veladamente, recrear sus prácticas originarias y con ello mantener vigente su cultura y su identidad.
Finalmente, las cofradías permitieron el desarrollo de prácticas de participación democrática en un período político de absolutismo monárquico. Éstas se expresaban, a nivel procedimental, en el derecho −y a la vez deber− de ejercer el sufragio, tanto activo como pasivo, esto es, elegir y ser elegido, para ocupar cargos dentro de la institución. A su vez, fueron ámbitos donde las mujeres tuvieron reconocimiento y participación, incluso ocupando los cargos más altos de la cofradía. De este modo, las elecciones y la inclusión de las mujeres no solo constituía un acto formal, sino que además habilitaba un espacio de conversación −entendido como una nota distintiva de las prácticas democráticas− poco frecuente en la época.
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