Facundo Di Vincenzo
Historiador y profesor universitario
En la historiografía oficial argentina, al menos hasta mediados del siglo XX, la lectura hegemónica caracterizaba a los caudillos como “líderes del vandalismo y de una [idea] de federación semi bárbara, violenta e inculta” (Mitre, 1927: 263). En Argentina, como en otros casos en el mundo, la disciplina histórica nació con el Estado, según señala el historiador británico Peter Burke (Burke, 1991); ya antes Ramón Doll (Doll, 1934) explicaba que la historiografía fue un instrumento, una herramienta de los sectores que llegaron al poder para narrar una historia afín a sus intereses.
En este punto, ¿cómo se convierte lo que han narrado unos pocos en la historia de todos los argentinos? Sobre los caudillos, las nociones que perduraron como hegemónicas, con matices según cada caso, hasta bien entrado el siglo XX, eran deudoras de las lucubraciones de un puñado de historiadores argentinos: Bartolomé Mitre, con su Historia de Belgrano y de la independencia argentina (1857), Vicente Fidel López, Historia de la República Argentina. Su origen, su revolución y su desarrollo político hasta 1852 (1883-1893), Adolfo Saldías, Historia de la Confederación Argentina (1881-1883) y Ricardo Levene, La anarquía de 1820 en Buenos Aires desde el punto de vista institucional (1932).
Los cuatro mencionados, y se podrían mencionar muchos más, no eran solamente historiadores, eran “hombres de Estado”, funcionarios con cargos en distintas áreas del Estado.
Tomemos el caso de Bartolomé Mitre, quien al tiempo que ejercía la presidencia fundaba en 1863 el primer Colegio Nacional, en un intento para formar una elite política ilustrada −en el sentido del movimiento de la Ilustración, surgido en el siglo XVIII como expresión de la burguesía europea− bajo los preceptos de una cosmovisión −una forma de concebir “las cosas del mundo”− liberal, eurocentrista y evolucionista. En los años siguientes se crearon estos colegios en casi todas las provincias (Paz Martínez, 1997) con la misma propuesta; se impartían una serie de materias, latín, gramática, geografía, literatura y por supuesto historia, cuyos contenidos se fundaban en la historia narrada por el mismo Mitre (Herrero, 2010).
Bajo esta concepción, propia de Mitre, tenía escaso valor la enseñanza técnica o industrial, puesto que los colegios preparaban al individuo para las actividades que requería aquella sociedad liberal, dependiente de la importación de los productos industriales europeos.
Como han señalado pensadores, historiadores, filósofos y teólogos, desde Platón (Platón, 1997) hasta Norberto Galasso (Galasso, 2012), los relatos tienen efectos diferentes sobre los humanos: si estos no han participado de los acontecimientos que les son narrados, o sin la transmisión por vía oral de los sucesos de padre a hijos, de abuelos a nietos, lo escrito, lo aprendido en la escuela, colegios y universidades se convierte en el relato único de los tiempos pasados.
En el caso de Argentina, entre mediados del siglo XIX e inicios del siglo XX se producen las transformaciones sociales más profundas de su historia. Tras la victoria de Buenos Aires sobre las provincias en la batalla de Pavón (1861), comenzó una fase de sistemática aniquilación de los gauchos e indios, percibidos por el gobierno porteño vencedor y por la narrativa oficial como el atraso y la amenaza para un proyecto de Nación. Al mismo tiempo, se motorizaba por los hombres del Estado el reemplazo de estas poblaciones por inmigrantes europeos.
Se cerraba el ciclo, ya que los inmigrantes eran hombres y mujeres que no habían participado de los tiempos pasados y tampoco habían tenido la posibilidad de escuchar la historia oral de quienes participaron en las guerras por la emancipación y las guerras civiles. El historiador y político Jorge Abelardo Ramos, prologando a Jauretche, expresaba este problema:
“Los poetas de levita escribieron pausadamente, más tarde, la historia novelesca que les granjeó la fama buena para ellos y la mala fama para los otros. Esta distribución del prestigio fue una operación colosal, y ha perdurado en las escuelas por donde pasamos todos. La tradición oral de la historia no escrita se confinó en el interior patriarcal; pero los hijos de los inmigrantes aposentados en la región litoraleña aprendieron la historia argentina en los textos de la oligarquía triunfante. Los libros no podían confundir a los vástagos del criollaje, […] Así se produjo el divorcio entre la verdad y la letra, de acuerdo a una idea de Bloch, brillantemente parafraseada por Jauretche” (Ramos, 1960: 9-10).
Sin embargo, señala el historiador José Sazbón que desde los primeros momentos hubo críticas a la narrativa oficial; y nos recuerda que el periodista y político Valentín Alsina, en una aguda crítica al Facundo (1845) de Sarmiento, le escribe: “Usted no se propone es escribir un romance, ni una epopeya, sino una verdadera historia”, descubriendo que ese libro expone “una aleación de poesía y método, de noción y figuración, de ficción u conocimiento y, en definitiva, de mito e historia” (Sazbón, 2002: 280-281). Es tras la crisis de 1930, cuando la narrativa histórica liberal, eurocéntrica y evolucionista definitivamente colapsa. La crisis económica produce el desplome del modelo agroexportador y con él cae la narrativa histórica oficial, su bastón ideológico y argumentativo.
En la década de 1930 los caudillos son revisitados, vuelven al centro de la escena, como representantes y líderas de los sectores populares. “La crisis del liberalismo agudizó la reflexión que un sector de intelectuales vinculados al nacionalismo venía realizando desde décadas atrás” (Oporto y Pagano, 1993: 54-55). Es cierto que hacia el fin de la Primera Guerra Mundial, sus consecuencias (crisis espiritual, económica, política de la civilización occidental) ya habían sacudido las aguas de los ámbitos académicos y de cultura a nivel planetario; y en nuestro país, es durante la llamada década infame cuando comienza a surgir una multiplicación de lecturas de nuestro pasado, críticas de la narrativa histórica liberal imperante.
Los primeros son los revisionistas, con el Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas dedicado a revisar la historia argentina, colocando el foco en la segunda mitad del siglo XIX, momento en el cual la facción vencedora, los liberales de Buenos Aires, comenzaron a narrar la “historia oficial” de la República. Este Instituto se constituye como una usina para el ‘pensamiento nacional’ nucleando a figuras como Ernesto Palacio, Manuel Gálvez, Julio y Rodolfo Irazusta, Carlos Steffens Soler, Ricardo Font Ezcurra, Roberto de Laferrere, Alberto Ezcurra Medrano, Alberto Contreras y José María Rosa −quien meses antes había participado de la fundación de otro centro revisionista en Santa Fe, el Instituto de Estudios Federalistas.
Las agrupaciones que también realizan una revisión y crítica de la historiografía oficial son FORJA (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina), con Arturo Jauretche, Raúl Scalabrini Ortiz, Homero Manzi, Atilio García Mellid, Manuel Ortíz Pereyra, entre otros; los escritores, poetas y ensayistas del llamado Grupo de Boedo, Elías Castelnuovo, Álvaro Yunque, Leonidas Barletta, Raúl González Tuñón, Cesar Tiempo, entre otros; los “martinfierristas” Leopoldo Marechal, Oliverio Girondo, Ernesto Palacio, Evar Méndez, Ricardo Rojas, y autores notables del nacionalismo católico como Leonardo Castellani, Julio Melvielle, Carlos Ibarguren, Jordán B. Genta y Nimio de Anquin.
En resumen, decae el proyecto liberal, eurocéntrico y evolucionista de los sectores vinculados al modelo agroexportador, y con él su narrativa histórica. Otras narrativas y proyectos aparecen y lo interpelan.
Interesa señalar que el tema de los caudillos se va a constituir en uno de los escenarios de disputa. Los sectores liberales –incluyendo en este grupo a buena parte de los historiadores marxistas, o como los llamó Arturo Jauretche “mitromarxistas” (Jauretche, 1967)− al menos hasta fines de los años ‘60 van a combatir los estudios que buscaban posicionar a caudillos como Artigas, Rosas, López Jordán, Ramírez y Peñaloza, por considerar que su tipo de liderazgo desvirtuaba el modelo de democracia que ellos pretendían imponer.
Los mitromarxistas observaban a los caudillos como en los tiempos Mitre: la expresión de una democracia tumultuosa, aluvional, una suerte de okupas, como describía Julio Cortázar en su cuento Casa tomada (1946). Desde sus lecturas, Juan D. Perón y sus seguidores expresaban de alguna forma esas prácticas heredadas de los tiempos de los caudillos; entonces estudiar, investigar, indagar en estas figuras era para ellos una manera de preconizar el peronismo, que ellos llamaron (y llaman) populismo.
Veamos algunos casos donde posicionados académicos emiten juicios de valoración negativa sobre los liderazgos populares. El sociólogo italiano Gino Germani, vinculando la movilización del 17 de octubre de 1945 con la irrupción de la sociedad de masas, las calificaba como inorgánicas, conformadas por migrantes internos sin experiencia de organización, masa analfabeta y dócil a merced de un líder carismático como fue Perón (Germani, 1973). Poco tuvo que indagar o explorar Germani para elaborar sus hipótesis sobre la aparición del peronismo; como es usual en muchas de indagaciones académicas de nuestros pagos, la hipótesis central −por lo general una idea personal, subjetiva− es coloreada con extensas citas de autores y libros franceses, británicos y norteamericanos, cruzada por categorías marxistas, estructuralistas o posestructuralistas. Lo cierto es que Germani, exiliado de la Italia de Mussolini, no vio a Perón sino a Mussolini. Atravesado por su historia personal, elaboró su cruzada antifascista en Argentina contra el peronismo.
Otros autores no menos encumbrados, como José Luis Romero (Romero, 1997) y Tulio Halperín Donghi, también hicieron lo suyo. Ambos fueron militantes antiperonistas cercanos al Partido Socialista. En una entrevista Halperín afirmaba: “Toda mi vida fue afectada por la política. Fui antiperonista casi como un destino; no es que lo eligiera. Nunca se me ocurrió hacer otra cosa” (diario Pagina 12, 15/11/2014). En su texto sobre la democracia de masas escribe: “La campaña moralizadora fue modelada sobre la que en Alemania había tenido a su servicio la elocuencia del doctor Goebbels”, y relativiza el bombardeo de la Plaza de Mayo por la marina de guerra, sin hacer mención a las víctimas civiles, sino hablando de “horas de combate” como un enfrentamiento entre fuerzas oficialistas y antiperonistas del ejército (Halperín Donghi, 1998),
Paradoja del tiempo quizás, letrados de fines del siglo XX e inicios del XXI, modernos y posmodernos argentinos, sostuvieron lo mismo que los del siglo XIX: no pueden y/o no quieren aceptar que el pueblo haya podido elegir, seguir y luchar por líderes populares como Peñaloza, Quiroga o Varela. Pareciera que no pueden escribir cuando se cruzan con documentos que hablan sobre la relación entre la política y el pueblo (la masa de trabajadores y trabajadoras). Siguiendo a Mitre, como hace más de cien años, traducen en lenguaje liberal esta relación y hablan de manipulación, caudillismo o populismo.
Para ellos, la política, la democracia, pasa por la ciudadanía. Ahora bien, ¿Cómo era esa ciudadanía? Cuando se habla de los derechos políticos durante el siglo XIX, estos autores en general se detienen en las elecciones, pero éstas se realizaban sin la vigencia de derechos civiles (libertad de opinión, difusión, organización y manifestación) y sin derechos sociales (derecho a la educación, al trabajo, salario justo, salud, jubilación,libre elección e igualdad, garantizando a todos un nivel aceptable de bienestar); en consecuencia, esas elecciones y derechos políticos tenían un alcance muy limitado, estaban vacíos en su contenido, sirviendo más para justificar a los gobiernos que para representar a los ciudadanos.
A pesar de todo, hace menos de treinta años la historiografía académica comenzó a ocuparse de los llamados “sectores populares”. En este giro siguieron una corriente surgida en Europa (sí, eso también lo vieron primero en Europa) con los estudios culturales de la escuela de los Annales de Lefrebe y Bloch. y/o de la historia popular en las revueltas y revoluciones en Gran Bretaña de los ingleses E. P. Thompson, Rodney Hilton y Christopher Hill, las investigaciones del historiador francés Roland Mousnier, o las microscópicas búsquedas del italiano Carlo Ginzburg. El resultante fue una cantidad interesantes exploraciones en la década de 1980, trabajos de Raúl Fradkin, Samuel Amaral, Carlos Mayo, Raúl Mandrini, Ricardo Salvatore, y algunos posteriores de sus discípulos y otros investigadores como Diego Santilli, Sara Emilia Mata, Gabriel Di Meglio, Ana Frega, Beatriz Bragoni y Gustavo Paz.
Tales autores no se reconocen deudores de la tradición de estudios de los sectores populares o de los caudillos desarrollados por el revisionismo histórico y/o por la izquierda nacional y sus continuadores. Entre éstos, además de los clásicos trabajos de José M. Rosa, Fermín Chávez, Diego Luis Molinari, José L. Busaniche o J. Abelardo Ramos sobre los caudillos y las montoneras, resulta imprescindible la obra de los historiadores orientales José Luis Alberto de Herrera, Washington Reyes Abadie, Vivian Trías, así como las investigaciones de Robeto Zalazar, Alfredo Terzaga, Norberto Galasso, Ramón Torres Molina, Hugo Chumbita, y tantos otros que han renovado la visión crítica de nuestra historia a partir del protagonismo popular.
La tendencia académica predominante, aunque produjo cierta apertura, se manifiesta como seguidora de las escuelas historiográfica de Francia y Gran Bretaña, lo cual acarrea los problemas inevitables asociados a toda reproducción.
En un siglo XIX marcado por las presiones de las potencias europeas, atravesado por la conformación de un orden neocolonial, como señalaba incluso en sus primeros textos Halperín Donghi, no se pueden desatender los efectos de los intereses de los imperios europeos, ignorar su injerencia en las facciones en pugna y la economía de los sectores populares. Si no se profundiza la ligazón con la política económica y sobre los proyectos alternativos, se hace imposible entender la historia política de los pueblos.
Por último, cuando se habla del pueblo en la historiografía universitaria del siglo XIX se lo suele encasillar como “historia social”, “literatura criolla”, “historia de género” o “vida cotidiana”. En la lógica progresista de la diversidad, se pondera el estudio de las minorías, mujeres, esclavos, migrantes, etc.; pero cuando se trata del contenido político, sólo se lo relaciona con los proyectos de los letrados (Mitre, Sarmiento, Alberdi), descartando los propios de los sectores populares y sus líderes. Este desplazamiento conduce a estudios abstractos, irreales, obsoletos. De alguna forma expresan la llamada “profesionalización de las disciplinas”, con sus diversificaciones y áreas que proporcionan esquemas de respuestas autorrealizables, borrando los fenómenos que no estén cubiertos por sus distintos modelos (Wolf, 1987).
Con más de cien años de la disciplina historiográfica, y a más de dos siglos de la batalla de Cepeda donde los caudillos de la Liga de los Pueblos Libres vencieron al centralismo porteño, quizás es momento de reevaluar los resultados: reconocer que la historiografía académica mantiene una tradición que afecta los modos de explorar, investigar o, como nos gusta decir a los historiadores, los modos de “hacer historia”. Una raíz liberal y eurosituada que ha imposibilitado el acercamiento al folklore, la memoria y la tradición de nuestro pasado católico, criollo, gaucho, negro e indígena. La historiografía académica, dejando esa tarea al costado, ha extraviado la historia del pueblo que vivió el siglo XIX.
Bibliografía
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