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CULTURA Y CONTRACULTURA en las ciudades modernas

  • FOLKLORE DE UNA
  • hace 5 días
  • 10 Min. de lectura

Actualizado: hace 4 horas

Claudia Baracich

Investigadora, profesora del Departamento de Folklore UNA


Pensar en la construcción identitaria dentro de los territorios urbanos lleva a varias preguntas y cuestiones que introducen el tema de la geocultura en las grandes urbes. La primera cuestión es si es posible la construcción geocultural en ciudades cosmopolitas.

Estas ciudades producen su propio espacio, que se parece al de otras ciudades, determinan sus normalidades, generalmente globalizadas, desechando desigualdades, construyendo constantes temporales y lineales, generando un habitante universal sincrónico, manipulable, enredado en una maraña de conexiones, inmerso en una red con desconocidos en el espacio virtual, aunque sumido en una profunda soledad entre enormes edificios que empequeñecen a las personas.

   A diferencia de la pequeñez que se siente ante una montaña, un bosque o el mar, que maravillan al espectador, esos espectadores silenciosos, asombrados, la ciudad tarde o temprano aplasta, achica, convirtiendo a esa persona en parte de una construcción estática hasta que desaparece, se invisibiliza, ya no se encuentra, es un ladrillo más entre tantos iguales. Porque la montaña, el bosque o el mar, siempre serán los que son, con o sin espectadores, mientras que las urbes cosmopolitas necesitan “ladrillos humanos” para ser. ¿Se podría llamar identidad a esta manera de ser en las ciudades? ¿Existen maneras otras de habitar el espacio urbano? ¿Qué sucede con “les desiguales desechades”?

 

Ser ladrillo, ser desecho, ser con otros

En un mundo binario, las opciones generalmente se presentan de a pares suplementarios. Se es esto o aquello, se obtiene lo uno o lo otro, se sigue este camino o aquél. En estas ciudades y desde el punto de vista de la modernidad se pertenece a la ciudad o, aun viviendo en ella, se está afuera, porque se impone una única manera válida de estar en el mundo globalizado.

   ¿Qué se entiende con la pertenencia urbana? Es aceptar y cumplir las reglas impuestas, es ser o anhelar “estar a la altura” de las reglas. Es así que el filósofo Bolívar Echeverría plantea la aparición de un rasgo identitario artificial y funcional a los poderes de la globalización, propio de la modernidad: la blanquitud, donde existe “una manera de ser y actuar” socialmente aprobada en las sociedades urbanas contemporáneas. Esta forma representa la visión racial e identitariamente blanca que corresponde a las culturas noreuropeas. Echeverría (2010) explica la policausalidad que determina estos procesos homogeneizantes, generadores de características sociales que se sustentan en una matriz cultural. Esta matriz es aspiracional, con reglas universales que, aunque el autor alude a una terminología étnica de la blancura, refiere a aspectos más profundos relacionados con un orden ético determinante de comportamientos.

   Si se acuerda que la identidad es una construcción social, en las grandes urbes, la pertenencia estaría determinada por situaciones de aceptación o discriminación, de inclusión o exclusión, de exposición o invisibilización. Mientras que una parte de los habitantes de las ciudades luchan por pertenecer a un grupo privilegiado y de poder (la mayoría sin lograrlo), existe otro grupo que lucha en sentido opuesto, un grupo que se resiste a los intentos de subsunción, inmersos en la propia historia y con la mirada puesta en las construcciones identitarias posibles. Según Bolívar Echeverría, estos aspectos configurarían lo que se podría denominar como la resistencia a la homogeneización de las identidades globales abstractas, impuestas por intereses capitalistas.

   Estas personas que son disfuncionales a dinámicas del orden mundial se convierten en desechos sociales en las grandes urbes. “La blanquitud” se torna imprescindible para la vida en ciudades cosmopolitas, las cuales promueven seres que, independientemente de sus rasgos étnicos, siguen las reglas sociales, estéticas, culturales que representan la excelencia moderna.

   En cambio, los desechos (les deseches), son quienes recuerdan un origen “no tan blanco”, “no tan pulcro”, “no tan global ni capitalista”, son las víctimas del racismo cosmopolita.

    Al respecto Rodolfo Kusch afirma "La categoría básica de nuestros buenos ciudadanos consiste en pensar que lo que no es ciudad, ni prócer, ni pulcritud, no es más que un simple hedor susceptible de ser exterminado” (Kusch, 1962)

    Así las ciudades estarían formadas por los “ciudadanos que se pueden ver” y “se deben mostrar”, por los que aspiran a pertenecer, a ser vistos y los que “no se deben ver ni mostrar”, “los invisibilizados”.

   En el primer grupo estarían las partes de la construcción para ser vistas, los detalles, aquello que se exhibe que, si bien no son ladrillos, forman parte del edificio, y son el edificio. Son la imagen de la blanquitud, de la identidad capitalista, del poder económico y social. En el segundo grupo están los ladrillos propiamente dichos, tapados por revoques, por pintura, por adornos, están invisibilizados, pasan desapercibidos, pero son absolutamente necesarios para que el edificio se sostenga. Son los que quieren pertenecer al arquetipo humano moderno, tapando su identidad con “revoques, pinturas y todo tipo de artilugios”.  Son los aspirantes al bienestar que la modernidad promete (y nunca concede), son los que trabajan para el sistema y siempre quedan afuera de los beneficios.

   La pregunta sería:¿qué causa que “estos ladrillos” sigan sosteniendo un edificio para otros? Este perverso sistema ha logrado implantar la duda sobre la validez de lo propio y de la necesidad de la diversidad. Su estrategia consta de imponer a través de diferentes recursos (ciencia, economía, política, medios de comunicación) la idea matriz de una superioridad cultural y material, convirtiendo al europeo del noreste como máxima expresión humana y sus categorías como mandatos universales.

   Estas agrupaciones forman parte del sistema global de dominación; el ´eurocentrismo´ de la Modernidad es exactamente el haber confundido la universalidad abstracta con la mundialidad concreta hegemonizada por Europa como centro” (Dussel, 2000), generando una legitimación de conductas, de actitud y de acción que son el resultado de estas relaciones de dominio impuestas en el entramado mundial.

   El primer y el segundo grupo que definimos, ambos ejercen diferentes tipos de violencias en las ciudades cosmopolitas, siempre justificadas o negadas, hacia los colectivos que consideran desechos (los pobres, los indios, las mujeres, los distintos en general); son una amenaza, pues el sistema global necesita sumisos iguales para seguir funcionando.

   El tercer grupo son entonces las minorías, los que no pertenecen a este sistema, que no se subordinan a un orden ético que borra la identidad; “…en toda sociedad hay “sujetos flotantes” que no encajan en el ordenamiento que esa sociedad considera útil, normal, funcional o deseable. Son entonces los “parias” de esa sociedad, aquellos cuya voz “no cuenta” en el reparto de lo sensible” (Castro- Gómez, 2020).

   Son los diversos, los que desarrollan y muestran identidades culturales dinámicas y plurales, que se transforman intercambiando con otros, que convierten el mestizaje en riqueza colectiva y la diversidad en signo de fortaleza; son los que agitan la bandera de la contracultura.

   De Certeau analiza los procedimientos populares que caracteriza como “minúsculos” y cotidianos como parte de este movimiento contracultural urbano: “Estas ‘maneras de hacer’ constituyen las mil prácticas a través de las cuales los usuarios se reapropian del espacio organizado por los técnicos de la producción sociocultural” (De Certeau, 1980).

 

Composición del espacio

El suelo “es el único que da sentido a la revolución que implica la búsqueda por una cultura. ¿Es que la cultura real, aparte de ser revolucionaria, tiene otra dimensión que fija tremendamente el lugar en que estamos?” (Kusch, 1976).

   Las grandes urbes generalmente imponen una cultura empaquetada y estática que determina las maneras de ser y actuar de las personas; tanto es así que pueden estar, vivir en cualquier parte del mundo y “su mundo” no se modifica, comen lo mismo, visten igual, actúan de manera similar, se trasladan en costosos vehículos y su entorno generalmente es análogo. Pueden permanecer en cualquier ciudad cosmopolita y no pertenecer a ellas.

La pertenencia a un espacio específico, necesariamente está determinada por lo que sucede entre las personas que lo habitan, por relaciones grupales estables y formas culturales de comportamiento que se construyen a lo largo del tiempo. Estos procesos generadores de costumbres, hábitos, significados, referencias, huellas, conforman lo que se denomina una unidad geocultural.

   La participación en la construcción de ese espacio, lo convierte no solamente en un lugar conocido, lo transforma en un lugar propio, con características diferentes a cualquier otro, porque en ese lugar están las huellas de los que lo construyeron, más allá de las características arquitectónicas, más allá de la similitud de cada ambiente u oficina, que solamente puede “ser propio” cuando contiene algún signo, alguna impronta que lo hace único.

   Este aspecto permite poseer algún elemento que otorgue sentido al entorno posibilitando el encuentro con “el otro diferente”. “El sentido profundo de la cultura está en que ésta puebla de signos y símbolos el mundo. Y que este poblamiento es para lograr un domicilio en el mundo a los efectos de no estar demasiado desnudo y desvalido en él” (Kusch, 1962).

   Las ciudades construyen espacios funcionales a la vida productiva, a las actividades generadoras de ganancias, para que cualquier persona del mundo pueda habitarlas y “entenderlas” sin dificultad. Trasladarse por ciudades cosmopolitas, muchas veces genera el “sentido de pertenencia mundial” que, a fin de cuentas, es una pertenencia a ningún lugar, pues no hay a donde volver.

   En las grandes ciudades se vive una ambivalencia entre el sentido de pertenencia y la impertinencia. Impertinente es la persona que no sigue las reglas, que está fuera de lo establecido, que no respeta las jerarquías.

   Las urbes están llenas de impertinentes que “de a ratos” pasan al grupo de los pertinentes, dejando su cultura, su historia, para ser uno más en la ciudad, porque la propia cultura se convirtió en una dimensión interna, muchas veces oculta.

   “La forma actual de la marginalidad ya no es la de pequeños grupos, sino una marginalidad masiva; esta actividad cultural de los no productores de cultura [globalizada] es una actividad sin firma, ilegible, que no tiene símbolos, y que permanece como la única posibilidad para todos aquellos que, no obstante, pagan al comprar los productos-espectáculo donde se deletrea una economía productivista. Esta marginalidad se universaliza; se convierte en una mayoría silenciosa” (De Certeau, 1980).

   Estos grupos a los que refiere De Certeau son los que las ciudades desechan y colocan en las márgenes del territorio (barrios de emergencia, zonas suburbanas –menos que lo urbano, inferior a la urbe cosmopolita−), construyen una cultura diferente en un territorio “al margen”. Porque el territorio está fuera y dentro de él, es el lugar donde las personas se desarrollan corpóreamente, y de esta manera la persona no anhela un cuerpo idéntico a la publicidad de algún producto de moda o de un gimnasio, porque lo ha construido territorialmente. En estas zonas “frontera” se desarrolla una “cultura otra”, que posee sus propias reglas, que deja sus propias huellas, donde aparecen formas de vestir y de moverse, surgen nuevos ritmos y maneras de interpretarlos, aparecen palabras desconocidas y no aceptadas por las academias que intentan regular las lenguas. Gloria Anzaldúa suma una categoría a través del término “ser mestizo”, que define como “una identidad inclusiva y una conciencia fronteriza”. Para describirla utiliza el término de rota, haciendo referencia a la fragmentación, a la suma de partes, constituida en la mixtura y en el dilema identitario. Este planteo no refiere a las luchas interiores del “ser o no ser”, alude a la construcción de la tolerancia de la propia ambigüedad, la aceptación de las contradicciones: “Los límites y los muros que se supone que deben mantener fuera de las ideas indeseables son hábitos y patrones de conductas arraigados, hábitos y patrones que son el enemigo interior” (Anzaldúa, 1999), “ser y no ser” a la vez.

   Anzaldúa describe esta construcción identitaria sin homogeneidades, múltiple y variada, que se desarrolla a través de la creatividad que enfrenta paradigmas únicos y globales, substituyéndolos por maneras distintas de entender la realidad; “es la nueva conciencia −una conciencia mestiza− y, aunque es una fuente de dolor intenso, su energía procede de un movimiento continuo de creación que rompe constantemente el aspecto unitario de cada nuevo paradigma” (Anzaldúa, 1999).

 

Paisaje que es tiempo

El paisaje no es solamente un territorio, es tiempo y espacio articulados, modificados mutuamente, porque en el paisaje se encuentra el registro de diversos tiempos, de múltiples historias, de sistemas de creencias, de relaciones primeras y primarias. Este tiempo no se ve en “el paisaje” de las ciudades modernas, porque es un tiempo simbólico, no racional, determinante de identidad individual y colectiva, es paisaje interior.

   El paisaje urbano global propone una secuencia lineal, una vertiginosa cadena de estímulos (generalmente visuales), engranajes de una enorme maquinaria de la que las personas son parte. Un espacio sin permiso de pausa, inflexible, mecánico, productivo. La geocultura, en cambio, es cultura enraizada en el paisaje y en lo humano de ese paisaje, es el paisaje adentro de lo humano, es una constante búsqueda y apropiación de los símbolos de pertenencia de cada lugar específico.

   La consideración de un tiempo circular no lineal queda fuera del concepto de ciudad moderna. Este es un tiempo que está anclado en el territorio y en la historia. El tiempo circular que remite al tiempo sagrado, a los tiempos de la naturaleza, es el que permite cerrar un ciclo, reflexionar, evaluar y volver a empezar. Tiempos de siembras y cosechas, de trabajos y descansos, tiempos de actividad y pausa. La modernidad no conoce de estos tiempos no lineales, se realizan reuniones globales por zoom en horarios impuestos por grandes empresas, se observan diferentes eventos por redes de computadoras interconectadas a nivel mundial, se aumenta la velocidad en la que la vida se despliega, aspectos que resultan imprescindibles para un orden social global, que enajena a las personas, necesitando un registro temporal universal a través de la “producción de subjetividades” funcionales al sistema capitalista. Este tiempo es el de las urbes globales.

   La vida moderna muestra que las personas se trasladan por el mundo por diversas causas (políticas, comerciales, turísticas, de supervivencia, aspiracionales) dejando el propio paisaje para sumergirse en otros territorios geográficos. De igual manera, en un mismo lugar se producen movimientos a otros territorios culturales (por opción personal, por necesidad de pertenencia social, por exigencia laboral). Ambas situaciones de desplazamientos son generadoras de sensaciones de pérdida, ya que se invisibilizaron los anclajes identitarios en los que se aprendió a estar y se deja el lugar de lo propio, “quedando a la intemperie”, como diría Buber (1981) y tal vez, viviendo en “la gran ciudad”, la persona se convierte en un ladrillo más.

   Al perder el territorio, también se pierde el tiempo circular que es tiempo de ritos compartidos, que es tiempo de historias creídas, de memorias, de relatos escuchados y repetidos. Al compartir el tiempo circular con otros se conserva el propio territorio en las acciones y en las marcas que ese territorio dejó en la persona.

(continuará)

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