CULTURA Y CONTRACULTURA en las ciudades modernas (2a parte)
- FOLKLORE DE UNA
- hace 6 días
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Claudia Baracich
Investigadora, profesora del Departamento de Folklore, UNA

Historia muda
Gilberto Giménez (2001) afirma que se puede destacar un polo simbólico-cultural de la apropiación del espacio cuando a este “se le considera lugar de inscripción de una historia o de una tradición, la tierra de los antepasados, recinto sagrado, repertorio de geosímbolos, reserva ecológica, bien ambiental, patrimonio valorizado, solar nativo, paisaje al natural, símbolo metonímico de la comunidad o referente de la identidad de un grupo” (Giménez, 2001: 7).
¿Qué sucede con los geosímbolos en las ciudades? ¿Cómo se construyen y sostienen identidades, si para pertenecer al mundo moderno es necesario derribar aquello que recuerda quién se es, y sobre la destrucción realizar una enorme construcción y mostrar quien tiene más poder, quién le “gana” más lugar al espacio aéreo, quién posee mejores tecnologías?
¿Cómo las comunidades contraculturales de las ciudades se pueden apropiar de las huellas que dan cuenta de la historia en ese lugar, si la modernidad arrasa con todo a su paso? ¿Dónde quedan los testigos silenciosos de las construcciones culturales?
En las grandes ciudades las personas son reemplazables, en muchos lugares de trabajo son intercambiables por otros u otras, son trasladados a otras oficinas, otras ciudades, otros países, para ser “ladrillos o caras funcionales” de otros edificios. ¿Con quienes se contará la propia historia? ¿Quién pronunciará los nombres propios que la globalización transformó en piezas de un enorme rompecabezas mundial?
Los tiempos y espacios cotidianos de la historia están sostenidos y ordenados a través de relatos compartidos; cuando estos relatos se reemplazan por agendas, el tiempo del trabajo, del descanso, del intercambio se alteran para quedar al servicio de las necesidades del mercado. “Fuera de todo ámbito decisional, desvinculado de los lazos comunitarios fuertes y duraderos, así como de un ‘orden moral’ (Durkheim, Park) claramente inclusivo e involucrante, el hombre se transforma en un desarraigado, un ser sin raíces” (Del Acebo, 1996) y su geocultura es reemplazada por una cultura consumista fabricada por otros.
Formas de andar la vida urbana
La vida de las ciudades presenta diferentes modos de ser, andada por aquellos que la habitan en la cotidianeidad y por aquellos que la visitan al estilo turistas.
Están los que la viven organizadamente, con horarios establecidos y locaciones predeterminadas, para realizar actividades específicas (comerciales, empresariales, sociales, familiares) que sostienen un estilo de vida global. Esta manera de andar la ciudad es propia de determinados grupos de poder que repiten estas conductas de la “blanquitud” en cualquier centro urbano del planeta.
Están los que andan “modo turista”, pasean por partes de las ciudades maquilladas para ser vistas, “lo pintoresco”: barrios coloridos, personas que muestran su arte en calles turísticas, comercios que ofrecen recuerdos y objetos que llaman “tradicionales”; “lo monumental”: grandes construcciones emblemáticas delante de las que se toman fotografías, aunque no siempre conocen su significado, recorridos históricos y edificios de otras épocas que aún quedan en pie. Estos turistas vienen, miran, filman y sacan fotos y luego se van, pocas veces se apropian de huellas, de colores, de improntas que puedan transformarlos.
Hay quienes transitan la ciudad para trabajar, se mueven por sus calles, se dirigen a diferentes lugares repitiendo recorridos cada día, muchas veces con tanto cansancio que lo hacen de forma autómata, sin ver, sin escuchar, sin sentir esa porción de la ciudad de la que son parte. Es como entrar y salir de un mundo ajeno para hacer determinadas actividades, reiteradas veces.
Pero están los otros andantes de las ciudades, en todas los hay, son los verdaderos dueños de las calles, ellos conocen cada marca, cada olor, cada ruido. Son los que, muchas veces, quedan afuera del sistema, afuera de lo establecido; son los artistas, los manteros, los bohemios, los vagabundos, y tantos otros que prefieren quedar afuera antes de ser subsumidos por un sistema que trata de borrarlos una y otra vez. Pero ellos no forman un único grupo contracultural, son diversos, porque la marginalidad no es homogénea, como pretenden imponer algunos medios hegemónicos.
En la marginalidad hay diversidad de fuerzas, y como analiza De Certeau: “La relación de procedimientos con los campos de fuerza donde intervienen debe pues introducir un análisis polemológico de la cultura. Como el Derecho (que es su modelo), la cultura articula conflictos y a veces legitima, desplaza o controla la razón del más fuerte. Se desarrolla en un medio de tensiones y a menudo de violencias, al cual proporciona equilibrios simbólicos, contratos de compatibilidad y compromisos más o menos temporales” (De Certeau, 1986: XLVIII).
Las maneras que las marginalidades transitan por la ciudad aparecen en el lado opuesto de los grupos estructurados por la cultura citadina universal. Cada grupo tiene su propias características culturales y exterioridades particulares, cada uno lleva en su andar el lugar propio y comunitario, las construcciones, las búsquedas, las pérdidas y las apropiaciones. Estos colectivos se entrecruzan en el territorio y encuentran límites propios y de los otros grupos (tanto de marginales distintos, como de los no marginales), y es su cultura la que los sostiene: “Ese suelo así enunciado, que no es ni cosa ni se toca, pero que pesa, es la única respuesta cuando uno se hace la pregunta por la cultura. Él simboliza el margen de arraigo que toda cultura debe tener. Es por eso que uno pertenece a una cultura y recurre a ella en los momentos críticos para arraigarse y sentir que está con una parte de su ser prendido al suelo. (…) De ahí el arraigo, y peor que eso, la necesidad de ese arraigo, porque si no, no tiene sentido la vida” (Kusch, 1976: 74).
Este arraigo que genera lazos de pertenencia, se da a través de la vecindad, que según Tönnies (1947: 40) necesitará “hábitos bien definidos de reunión y costumbres ritualizadas” para alcanzar máximas expresiones y concreción vincular.
Fragmentaciones, continuidades, permanencias y desmoronamientos
Reflexionar sobre los grupos que forman parte de las grandes ciudades, es también analizar, más allá de los lugares de trabajo, los lugares de descanso, los lugares familiares y sociales que ocupan.
En general las partes centrales y las residenciales de las ciudades, presentan aspectos similares entre las diferentes urbes; un claro ejemplo son las cadenas de hoteles o centros comerciales que repiten su arquitectura, estética y servicios, sin importar en qué ciudad se encuentren. Analiza Ingold: “De forma incremental, el mundo de superficies se ha vuelto −tal como Kant y subsecuentes teóricos de la modernidad imaginaron− un sustrato sólido para la actuación de un drama global… El efecto de construir superficies duras es reforzar una separación rígida entre la tierra abajo y el aire arriba” (Ingold, 2012: 29). Dentro de estos mismos espacios se encuentran lugares de recreación (parques, museos, centros de exposiciones, teatros) dando cuenta de una realidad citadina que aparece en folletos turísticos.
Estas áreas son solamente una parte del rompecabezas de la gran ciudad, ya que se presentan multiplicidad de formas de intervenir en las zonas urbanas. Más allá de los lugares que ocupan y exhiben los grupos de poder como rostro identitario, muestras de orden y disciplina impuestas en los territorios, aparecen otras maneras de ocupación dentro de las mismas urbes, que descubren otros rostros, evidenciando distintos modelos relacionales producto de sistemas de producción y dominación: “los hacedores, hombres y mujeres cuya cultura popular, producto de las mezclas de todos aquellos que vivían y otros que han llegado a nuestros territorios, han hecho de lugares declarados como no aptos, lugares donde vivir, y han creado dentro de estas, ya llamadas nuestras Ciudades de la Gente: habitadas por hogares pobres, que nacidas muy precarias también transitan, en las escalas ‘distribución espacial’ y ‘condición socio-económico urbana’, entre el lado más inferior y extremo, y el promedio de ciudad” (Bolívar Barreto y otros, 2015: 9).
En constante movimiento, las ciudades van cambiando su fisonomía y sus funcionalidades. Dejan atrás las antiguas voces para permitir escuchar gritos o silenciar reclamos. Se pueden percibir nuevos aromas, que algunos que llegaron trajeron de sus tierras para no sentirse tan solos y desamparados, olores que se mezclan con los que ya estaban. Todas estas sensaciones también conforman la ciudad, generando en sus habitantes rechazo o pertenencia. “En nuestras sociedades, se multiplican con el desmoronamiento de las estabilidades locales como si, al ya no estar fijadas por una comunidad circunscripta, se desorbitaran, errantes, y asimilaran los consumidores [locales] a los inmigrantes en un sistema demasiado vasto como para que sea el suyo y con un tejido demasiado apretado para que puedan escapar de él” (De Certeau, 1986: L).
Por su parte, Henri Lefebvre describe las contradicciones que se dan dentro de las ciudades capitalistas: “la coexistencia y combinación de la homogeneización y la fragmentación del espacio, su totalización y su atomización. El espacio dominante del capitalismo es el espacio abstracto, el espacio instrumental. El mismo transita entre un espacio previo (histórico, religioso-político) que actúa como sustrato y que no habría desaparecido, y un espacio otro, nuevo (espacio diferencial), que está engendrándose en su interior y que no termina de desplegarse” (Lefebvre, 2013).
Las formas citadinas estáticas aparecen entremezcladas con formas otras que transforman el rostro pulcro de la ciudad capitalista. Es así como en algunas paredes se pueden descubrir grafitis, en algunas peatonales hay manteros que ofrecen sus productos, artistas callejeros, en una esquina se puede encontrar un puesto de comida típica de otros territorios. Todos estos rostros son también las marcas del rostro de la ciudad (que muchas veces se trata de ocultar con alguna “cirugía plástica”).

El territorio, un producto sociocultural identitario
Al afirmar que el territorio es un producto sociocultural identitario, se hace referencia a que “es el resultado de la acción social, de las prácticas, las relaciones, las experiencias sociales, pero a su vez es parte de ellas. Es soporte, pero también es campo de acción. No hay relaciones sociales sin espacio, de igual modo que no hay espacio sin relaciones sociales” (Lefebvre, 2013).
Existen desde el principio de los tiempos y para todas las comunidades, aun para aquellas que no vivían de forma sedentaria, espacios comunes que construyen y reafirman identidades, a través de prácticas rituales. Estas prácticas generan lazos de pertenencia, sostienen sistemas de creencias, y también legitiman y perpetúan poderes institucionales.
Estos espacios generalmente son las plazas, que paradójicamente se encuentran ubicadas en el centro moderno de las ciudades, y a la vez son escenario de manifestaciones populares, la mayoría de las veces, de los que no pertenecen oficialmente a esos espacios. Estas apropiaciones territoriales colectivas se trasforman en “identidad popular”, conformando una identidad común, porque los límites individuales y grupales se borran para crear una frontera que delimita la acción. Esta identidad popular transforma el espacio público, se lo apropia, y determina una manera distinta de percibirlo, constituyendo nuevas significaciones productoras de acciones individuales y colectivas. Estos lugares, testigos y soportes de la cotidianeidad citadina, se ven transformados en espacios populares, que en la memoria quedarán impregnados de acciones sociales constructoras de subjetividades.
Cuando, en la interrupción de lo cotidiano, los espacios son apropiados por colectivos diversos, que hacen visible la ruptura con el decir y el hacer hegemónico mundial, se pone en evidencia la “no pertenencia” a ese orden, que no implica necesariamente voluntades similares u homogéneas, sino, en ese tiempo y espacio determinados, una unidad discursiva. “El espacio de aparición cobra existencia siempre que los hombres se agrupan por el discurso y la acción” (Arendt, 1998).
Cuando los cuerpos se apoderan de espacios urbanos, muchos ojos observan, pero no registran individuos, perciben mensajes portados por colectivos, ven un espacio público que, a través de la acción grupal, se transformó en cuerpo popular. Estas acciones colectivas otorgan nuevas significatividades al espacio y a la acción, y afirman identidades en los que forman parte de las actividades desarrolladas, como en aquellos que decidieron no participar de las mismas.
Si bien los espacios que funcionan como escenarios de las manifestaciones colectivas resultan fundamentales para analizar la construcción de identidad, también es importante considerar todo el territorio ciudadano como un gran escenario de diversos procesos de configuración identitaria, en el que se relacionan dialécticamente lo individual, lo grupal, lo colectivo y lo popular, donde se asumen y adjudican diversidad de roles, que configuran la propia imagen, la imagen de los “otros iguales” y la de los “otros distintos”. Estas relaciones dialécticas son productoras de la dinámica de las grandes ciudades, que lejos de estar instaladas en formatos cristalizados dentro de un engranaje productivo, están sumergidas en movimientos que necesariamente exigen adaptaciones rítmicas y reconfiguraciones espaciales, donde se instala la presencia contracultural y se descubren ausencias, indefensiones y vulnerabilidades. “Son estos puntos de referencia, estas zonas de localización, las que tienen una eficacia simbólica y de resistencia emocional, ante la propensión existencial de la caída del cuerpo en el vacío. Todos estos signos, claves, marcas, señalizaciones, se instalan como sistema imaginario de localización del cuerpo, como orografía de sus abismos, mesetas, bosques, profundidades, ríos y mares. Como lagos, cuevas y cascadas. Como clima, como atmósfera, como geopolítica. Como sensaciones, como altitudes y depresiones. Como valles, cimas y montañas. Como inmensidades microscópicas de los pliegues del alma, que se dimensionan en la búsqueda de vida en el planeta” (Villamil Uriarte, 2009: 233).
Reflexiones finales
A través de estas líneas se intentó mirar la ciudad, sus habitantes y las maneras de construir identidad. La perspectiva geocultural, que articula la dimensión teórica y ética, descubre que el territorio es mucho más que un espacio en blanco, es una estructura que articula diversidades, que da cuenta de la existencia misma de las personas y sus maneras de habitar el barrio, la ciudad y el mundo.
Las ciudades muestran las diferentes concepciones sociales a través de andares y otras prácticas, que dan cuenta de que la urbe no es solamente un lugar donde la modernidad ejerce su poder para generar ganancias, también es lugar de legitimación, construcción y reproducción cultural.
Los sistemas simbólicos compartidos serán el sostén de la identidad individual, grupal y popular, necesarios para la vida, donde cada grupo cultural forjará signos y símbolos singulares dentro de sistemas interactuantes y contextualizados. “Una cultura no es una totalidad rígida, sino que comprende además una estrategia para vivir. Una producción literaria, un ritual mágico, o una máquina son formas de estrategias para habitar mejor el mundo” (Kusch, 1976: 98).
Si bien la globalización impone identidades rígidas y establecidas, sobre todo en los territorios citadinos, en estos espacios se desarrollan formas geoculturales de construcción identitaria, que encuentran diferentes maneras de expresarse y desarrollarse, generando diversidades que interactúan y enriquecen la vida cultural de las ciudades.

Referencias bibliográficas
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Villamil Uriarte, Raúl, “De Spencer Tunick al Penal Neza Bordo: significación del cuerpo social”, en Anuario de Investigación 2008, México, UAM-X, 2009.






















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