top of page

SOBRE MURALES Y DEMOCRACIA

María de los Ángeles Crovetto



Intentar algún análisis sobre murales y democracia pareciera arteramente obvio. Sin embargo, en el devenir de la historia resulta no serlo tanto, o al menos requiere algunas reflexiones que tensionan sus razones de ser.

   Debemos convenir que el muro, los muros, como soporte de configuraciones visuales, sea cual sea su teleología, son una corroboración de la realidad de la existencia humana que ejecuta ancestralmente el ser humano para consigo mismo. Como una media que se da vuelta, la huella de los agrupamientos tribales, comunitarios, sociales, puede encontrarse en los muros. Desde tiempos primordiales se yerguen como testigos de humanidad. 

   Desde el interior de las cavernas con sus pinturas rupestres, hasta la exponencial exterioridad del espacio público, cuántas dimensiones de lo humano podemos analizar a través de la instrumentalidad de los muros.


   Una vez que el territorio cosmizado se instituye en el tiempo primordial como verdad, porque el mito es verdadero, recién allí encontramos que es el espacio exterior el predominante del arte murario. Del interior de las cavernas en agrupamientos tribales a la sofisticada elaboración de la creación y explicación del mundo que admite, en principio, pensar en el pasaje de expresiones estéticas defensivas interiores hacia expresiones estéticas ofensivas en las fachadas. Lo que es visto por los dioses también es conjuro, también es posicionamiento ofensivo frente al acecho de la naturaleza.

   Podemos decir que a medida que se fueron complejizando las conformaciones de los cuerpos sociales, las respuestas culturales han ido de lo defensivo a lo ofensivo, en términos de la vinculación estrecha de hombre-naturaleza. En definitiva, se trata del ser humano en el paisaje que habita: o sobrevive o muere. Si sobrevive, habita el mundo y responde culturalmente para justificarlo y comprenderlo.


    De la mano de la modernidad y de la invasión a América en la conquista, antes que democracia alguna, aparece un racionalismo conveniente a los conquistadores: la razón de diagramar los espacios conquistados en América, las normas y reglamentos del Consejo de Indias, sustentado en un poder monárquico lejano y con la dimensión cultural de la cruz imponiendo certezas de otro mundo.

   En este, nuestro suelo, nuestro paisaje extenso, la verdad se había construido sobre aciertos, no sobre certezas. Pero no se puede matar el sol con la mano, ni tapar lo simbólico. 

   Los muros de las iglesias, que en su génesis edificatoria sostenían los espacios interiores (como en las cavernas) para acceder a lo sagrado en el punto álgido de los altares mayores, ya no alcanzaban. Las Fachadas entonces fueron también retablos, fondo de altares mayores en el espacio exterior. Pero no había manera de arrebatarles a los pueblos originarios, ni aun con la muerte, la experiencia sacralizada del espacio exterior.


   Los atrios y las plazas pasaron a ser un mestizaje de racionalidad monárquica en términos edificantes: por ejemplo, los cabildos o la picota, a la vez que un espacio exterior comunitariamente sacro e infiltradamente esclarecido en la imaginería, las tallas en piedra de las fachadas-retablo barrocas americanas, símbolos de resistencia originaria. Iconografías profanas para el conquistador aparecían en los poros saturados de la piedra sagrada, antaño cuerpo de templo originario, reutilizados forzadamente en muros de iglesias.

   Por eso, los muros y la dimensión simbólica en que se constituyen, no son sólo paredes, no son sólo límites espaciales. Desde que el hombre-paisaje está también, está aquel hombre-muro. Desde la vida en las cavernas, pasando por civilizaciones originarias e incluso ya en la invasión española a América, el muro es la corroboración humana del espacio-cosa, eso que no es él, pero debe acertar en la demarcación de lo otro no-humano, lo desconocido, lo que en algún momento va a tener que nombrar, lo que en algún momento va a tener que adorar y conjurar.

   La historia americana mestiza, tensionada entre las luchas independentistas y luego en la conformación del Estado-nación y su estructura republicana como coronación de un formato laicizado de la otrora evangelización, nos sigue clamando atención, responsabilidades, obligaciones, ilusiones y desilusiones. 

   La gran historia de los montones que lucharon por liberarse del yugo español, fue rápidamente ordenada en el formalismo mitrista, en un Estado moderno que no ha dejado de sobrevivir entre lo ruinoso e inmoral de la injusticia social y la exaltación mítica del pueblo emergiendo de las venas subterráneas de América en su dimensión telúrica, irrumpiendo como cuerpo social latente bajo del pavimento modernizador.

   Entonces, los muros ahora son parte de la disputa política, cultural, social y económica.

Entonces, ya en la urbanidad y sus muros, la vida que parece tan lejana al hombre-paisaje descubre que ese muro indiferente a todo, menos para quien delimita su propiedad, es una porosidad expresiva en el entramado del poder, exigiendo además, participación en el ejercicio plástico.

   Esos muros indiferentes, que no le importan a nadie (sí a sus dueños, delimitadores de la propiedad privada) se vuelven soportes culturales en un espacio desacralizado, urbano, ciudadano de algunos y descarte de muchos. Es tan acertado crear sentido en un muro, como es cierto que ese muro guarda tesoros privados de otros en su interior.

   Nuestros Estados-nación, bamboleantes entre la democracia y la dictadura, son reflejados en la disputa de los muros, es decir en las disputas narrativas que crean sentido a través del lenguaje plástico.

   Por ello disponemos de narrativas figurativas nacionales y regionales que potencian los actos políticos de reivindicación democrática, así como también ostentan la potencia contestataria de la insatisfacción democrática misma. Por eso podemos decir que en épocas de dictadura la gráfica fue más efectiva en salvaguardar la vida de quienes la combatían, e incluso la narrativa textual en formato de pintadas y consignas le dieron al muro un sentido táctico ofensivo, otra vez. 

   Hoy podemos decir que los muros vuelven a resignificarse en varios sentidos. Van cuarenta años de defensa irrestricta de la democracia, a la cual no renunciamos, pero asistimos al deber de construirla socialmente justa, para todxs, no nominal, no sólo operativa en términos del acto eleccionario, sino en el devenir posible de los proyectos vitales de sus ciudadanxs.

   La insatisfacción democrática también deja huecos y paredes rotas, narrativas rotas. Entonces el espacio público que debe ser de todxs parece ser de nadie, o de una parte del cuerpo social que se autopercibe todo. 

   El espacio público, demarcado en su exterioridad con los muros, se respira tenso en momentos de desequilibrios integrales; por lo tanto, los sentidos creados se vuelven difusos, se distorsionan, empalidecen tanto como el paso del tiempo destiñe los colores de un mural.

   Podemos decir que el mural, ahora sí mural en el espacio público, es la encarnación simbólica de las luchas políticas, económicas y sociales. Ya sea por censuras, ya sea por vandalismo resultado de la exclusión de los propios procesos culturales democráticos, ya sea por desinterés o interés que tiene el poder en las narrativas en tiempos de narrativas rotas, en tiempos de pantallas planas, brillantes y celéricas vaciadas de contenido y esclarecimiento, de participación sin espacio público y en soledad, sólo como consumidores de entretenimiento cognitivamente disonante, ya sea por el interés de informarse y formarse dirigencialmente en una democracia para todxs, los muros pueden ser lo que ancestralmente fueron: un consagrador del espacio con aciertos simbólicos que esclarecen el bullicio del anonimato y construyen identidad a través del lenguaje plástico ofrendado en las calles, que parecen de nadie pero son de todxs. 

   En la exaltación del discurso roto como instrumento para destruir la democracia, los muros guardan el secreto del origen de las cosas, que como decía Mircea Eliade, sólo se conocen a través del ritual. Pintemos todos los murales que se pueda, sean bienvenidos todos los murales que nos recuerden, que verifiquen nuestra humanidad, tan paisaje kuscheano, tan subsuelo, tan americana y conquistada y mestiza, tan dada por muerta o encorsetada en discursos muselógicos, tan decolonialmente democrática como sea posible.

Pintemos murales, aunque nos tiren abajo las paredes.

 


Posts Destacados 
bottom of page