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Pasado, presente y futuro de la LITERATURA LUNFARDA

Oscar Conde

Parte del discurso de ingreso a la Academia Argentina de Letras, titulado “Los tesoros ignorados de la literatura lunfarda”, pronunciado el 10 de octubre de 2023.



¿De qué hablamos cuando decimos “literatura lunfarda”? De un reservorio de textos ocultos, cuasi perdidos u olvidados. La literatura lunfarda es un corpus de dimensiones imponderables todavía, que incluye producciones teatrales, poesía firmada y anónima, letras de canciones, diálogos, relatos, cuadros costumbristas, aguafuertes y columnas de prensa, materiales producidos mayormente entre 1880 y 1950. El común denominador de estos textos es que en ellos hay una cantidad considerable −y, en ocasiones, exagerada− de lunfardismos, y resulta imperioso preservar estas producciones por medio del rescate, el estudio y la publicación para que podamos contar con este material tan rico desde los puntos de vista lingüístico, histórico, sociológico y, naturalmente, literario.

Veamos algunos ejemplos de literatura lunfarda. Comienzo por unos versos de Pascual Contursi, quien según Gobello y Soler Cañas “salvó al lunfardo del destino caricaturesco a que parecía haberlo condenado el sainete” (Gobello y Soler Cañas, 1961: 9). Así empieza “Pobre paica”, letra que en 1919 Contursi le adosó al tango “El motivo” de Juan Carlos Cobián:

Mina, que fue en otro tiempo la más papa milonguera y en esas noches tangueras fue la reina del festín, hoy no tiene pa’ ponerse ni zapatos ni vestidos, anda enferma y el amigo no aportó para el bulín. [1]

En la literatura de la época, el lunfardo venía siendo, por lo general, un recurso humorístico. Pero, como salta a la vista, estos versos, elaborados desde un punto de vista compasivo, no tienen nada de gracioso.

En 1925 Last Reason, seudónimo del periodista de turf y escritor uruguayo Máximo Teodoro Sáenz (1886-1960), publicó A rienda suelta, donde incluyó una crónica en un tono muy distinto al de estos versos contursianos, en la que se cuenta una supuesta entrevista suya con el escritor indio Rabindranath Tagore (1861-1941), que acababa de visitar la Argentina. Cito un breve pasaje de “De cómo hice rodar al célebre Tagore” para que pueda que apreciarse el estilo distendido, en el que se exalta la viveza criolla en un tono humorístico y desdramatizador de la vida, pues está escrito desde la mirada que sobre ella tienen los reos, categoría que agrupa a los humildes, los ociosos, los juerguistas y los marginales:

Me rechiflé y le chamuyé a la gurda.

—Gran bacán del soprábito larguía que la vas de contursi altisonante…

—Prosa, prosa, hijo mío; me revienta el sover.

—Y bueno, te lo bato en prosa. Viejo Tagore, filósofo, poeta, viajero distinguido, salud. Mi programa filosófico es simple, claro y prepotente. Vivo sin dolores, juego con la vida que a vos te resulta cosa seria; me meto en un tonel pero no para esconderme sino para escabiarlo; cacho la linterna e ilumino la pista para dar con el ganador de la primera. Diógenes buscaba un hombre ¡otario! yo busco a una mujer, y si la encuentro, muerdo si me dejan, y sigo viaje. (Last Reason, 1925: 138) [2]

El entusiasmo con el que el narrador describe una tarde en el hipódromo desencadena un final desopilante: con un Tagore poseso apoyado sobre el respaldo de su silla como si fuese un jockey jugándole una carrera a su entrevistador dentro de una habitación de hotel. Alcanza lo citado para advertir que la combinación de un lenguaje formal con el lunfardo callejero le confiere al texto un marcado valor paródico. A través de un código común, se busca la complicidad con el lector y, al mismo tiempo, se muestra que es posible hacerle frente a cualquiera −aun a un filósofo de fama mundial que había ganado el Nobel en 1913− con las armas propias del reaje.

Otro caso que revela un uso magistral del lunfardo es el poema “Ella se reía”, escrito por Enrique Cadícamo en 1940, sobre la base de la traducción de Teodoro Llorente de “Una mujer” de Heinrich Heine, aquel que comienza:

Se amaban con frenética pasión;

ella era una ramera; él un ladrón;

cuando él fraguaba alguna fechoría,

se echaba ella en la cama, y se reía. (Heine, 1885)

El poema de Cadícamo, musicalizado en 1963 por Juan Cedrón, se inicia así:

Ella era una hermosa nami del arroyo. El era un troesma pa usar la ganzúa. Por eso es que cuando de afanar volvía, ella en la catrera contenta reía;

contenta de echarse dorima tan púa. (Cadícamo, 1964 [1940]): 60) [3]

En este caso, el tono es lúdico, pero −al igual que en la fuente alemana− esta liviandad contrasta con el argumento: cuando el ladrón es apresado, ella se va con otro.

Concluyo este recorrido con el genial Luis Alposta, que en 1967 escribió un brevísimo poema lunfardo que se titula “Mufa”. Son solo cuatro versos:

Hay días en que hay ganas de abandonar la pose,

tomarse el piro macho sin batir ni ¡salute!,

dejar atrás la calle, embutirse en el subte

y, en lo que dura un faso, rumbear para Lacroze. (en Gobello, 1972: 229) [4]

Lacroze es la estación de la línea B. Pero no es cualquier estación: frente a ella se emplaza el Cementerio de la Chacarita, el más grande de Buenos Aires. Uno puede tomarse el piro muchas veces, pero el piro macho es irse para siempre.

No hace muchos años me di cuenta de que los diccionarios de lunfardo están incompletos. La razón es obvia: casi no existen ediciones con notas lexicográficas o contextuales de la obra de escritores lunfardos y esto conduce a una sola conclusión: queda casi todo por hacer en el terreno del lunfardo histórico y de su literatura. Los ejemplos que di recién son accesibles, pero también minoritarios. Una gran parte de la literatura en lunfardo no la conocemos. Después de reeditar en 2015 la primera novela lunfarda: La muerte del Pibe Oscar (1926) de Luis C. Villamayor, un libro desconocido por completo por los especialistas en literatura argentina, comprendí la urgente necesidad de editar a los autores clásicos de este extenso corpus.

La lectura y el conocimiento de algunos materiales me llevó a valorar el universo simbólico representado allí con alusiones a lugares y a personajes de aquel Buenos Aires en transformación, que fue además la olla en la que se estaba cocinando el tango y en la que se fraguaban grupos y movimientos fundamentales de nuestra historia literaria. Ahí entra ya no solo la perspectiva lexicográfica, sino también la filológica. Anotar esos textos es imprescindible para ponerlos en contexto y hacer posible con ello que los jóvenes de hoy puedan entenderlos y valorarlos en todas sus dimensiones. Como le escuché decir alguna vez a mi querido y admirado colega Leandro Pinkler, el propósito de la filología es realizar una interpretación cero del texto, esto es, desentrañar lo que el autor expresó de acuerdo a sus coordenadas históricas, propias de una determinada visión del mundo. El trabajo del filólogo consiste en enmarcar y contextualizar el texto para legitimar las lecturas posibles, puesto que una lectura se vuelve imposible (es decir, equivocada) cuando no es compatible con la cosmovisión en la que se originó el texto. Las notas lexicográficas o lingüísticas, socio-históricas, económicas, etnográficas, filosóficas y culturales no son meros aderezos: conforman en conjunto el arsenal que la filología puede aportarnos para una precisa comprensión de una obra o del corpus de un autor.

Cualquier estudioso que pretenda editar un texto de cierta antigüedad está obligado a dar cuenta, en el estudio preliminar y en las notas, de cierto modo de ver la realidad, de un estado determinado de la sociedad con relación a temas como la religión, el pensamiento científico y humanístico, la política y la moral y también a dar cuenta de los usos lingüísticos de ese tiempo.

Así armé en mi cabeza dos recorridos: uno acotado, como parte de mi proyecto personal de estudio y producción académica, y otro, gigantesco, que solo podría completarse con la participación de varios estudiosos, dispuestos a ejercer la tarea filológica sobre ese material, que en muchos casos jamás fue publicado en formato libro, y que, por lo tanto, debe ser buscado, hallado, fotografiado o escaneado y tipeado, antes de poder ser estudiado.

La urgencia por preservar este acervo no necesita demasiados justificativos: resulta perentorio poder recoger estos materiales antes de que desaparezcan de la faz de la tierra o de que se los lleven los coleccionistas extranjeros o las instituciones y universidades europeas o norteamericanas. No es mi intención sonar apocalíptico, pero en la Argentina el descuido oficial por los libros antiguos, los diarios, los folletos, las revistas, los gramófonos y fonógrafos, las pianolas y sus rollos, los cilindros de cera y los discos, las partituras, las grabaciones, las filmaciones es, a estas alturas, una especie de tradición. Una tradición que combina la persistente falta de recursos de los repositorios públicos con la ignorancia y la desidia. Todavía hay muchas personas –entre ellas, un puñado de investigadores y de coleccionistas– que trabajan a diario, cada uno en lo suyo, para evitar esta sangría, pero me parece que, hasta que no exista en nuestro país un Ministerio de Bienes y Actividades Culturales (como el italiano) o se produzca, al menos, una reformulación de los objetivos del actual Ministerio de Cultura, no habrá una forma eficiente de hacerlo.

Quizá pueda sorprender que yo hable de textos literarios lunfardos y de su recuperación, cuando no se trata de códices antiguos que haya que desenterrar o buscar por bibliotecas, universidades o monasterios perdidos de Europa o de África. Estos de los que hablo son textos que tienen a lo sumo ciento veinte, cien o, incluso, menos años de antigüedad. Sin embargo, varios son desconocidos, si no directamente ignorados. ¿Por qué importaría entonces recuperarlos? Al menos por dos razones: 1) porque esa recuperación patrimonial va a presuponer un enriquecimiento de la literatura argentina, y eventualmente un reordenamiento de este campo, al menos para las últimas décadas del siglo XIX y la primera mitad del XX, y 2) por el rescate de voces y expresiones no recogidas en diccionarios de argentinismos o lunfardismos y, por lo tanto, no estudiadas aún.

Doy algunos ejemplos de autores cuyas obras sería necesario hallar, clasificar, digitalizar y editar en versiones anotadas. Félix Lima (1880-1943), costumbrista de extensa obra en la prensa de su tiempo, publicó únicamente dos libros: Con los nueve… (1909) y Pedrín (1923), que constituyen menos de la décima parte de su producción. Juan Francisco Palermo (¿?-¿?), Quico, publicó tres entremeses y un volumen en prosa, El corazón del arrabal (1920), que juntos no alcanzan ni a la quinta parte de lo que dio a conocer en las páginas de Crítica en la década de 1910. En los primeros años de ese vespertino también escribió casi a diario José Antonio Saldías (1891-1946) bajo el pseudónimo de Rubén Fastrás: nada de esa producción juvenil se recuperó hasta hoy.

Ya mencioné a Last Reason y su libro. Después de publicarlo en 1925, el genial autor siguió trabajando en distintos medios (Caras y Caretas, Leoplán, Caricatura Universal, Crítica, El Mundo, Clarín) casi hasta su fallecimiento en 1960, cuando todavía escribía una columna en Noticias Gráficas llamada “Estos 4 días locos”. Además del más conocido, usó otros seudónimos: fue A Rienda Suelta en La Nación, Bala Perdida en El Suplemento, Half Time en La Razón. [5] Lo interesante de Last Reason es que muchas de sus columnas no se reducen a la mera crónica turfística o al comentario de un partido de fútbol. Sus textos están trabajados como piezas literarias y derivan permanentemente a reflexiones o situaciones de la vida cotidiana de personajes de baja condición −sean o no “burreros” o “futboleros”− y de su ecosistema familiar y barrial. No creo equivocarme si arriesgo a decir que con el material de este escritor, admirado en los años veinte por Borges y por Arlt, podrían publicarse doce o quince volúmenes llenos de gracia e inteligencia.

El mismo recorrido podría hacerlo con los textos de otros autores. Dante A. Linyera, seudónimo de Juan Bautista Rímoli (1902-1938), publicó un solo libro (Semos hermanos), pero tiene una producción más cuantiosa, repartida en revistas populares como El alma que canta, El alma argentina, La voz del suburbio y La canción moderna, que debería ser relevada. Otro caso calcado del anterior es el de Iván Diez, el marplatense Augusto Arturo Martini (1897-1960). Publicó un solo libro en la década de 1930 (Sangre de suburbio), pero firmó varias letras de tango ya olvidadas y es autor de una vasta obra poética y periodística que debería relevarse en las páginas de las revistas Fray Mocho, Sintonía, El Hogar y La Cancha y de los diarios Crítica y Democracia. Un caso más: el periodista Miguel Ángel Bavio Esquiú (1911-1956) fue el autor de los legendarios textos firmados por Juan Mondiola desde 1941 en el semanario deportivo Campeón, en Rico Tipo y en Avivato. Una mínima porción de ello fue recogida en los volúmenes Andanzas de Juan Mondiola (1947) y Juan Mondiola (1954). El resto habría que buscarlo y conseguirlo en colecciones públicas o privadas de las tres revistas que mencioné.

Esto no es todo, por supuesto. Quedan aún sin estudiar las producciones de otros autores del primer tercio del siglo pasado, entre los que se cuentan los costumbristas Nemesio Trejo, Agustín Fontanella, Javier de Viana, Edmundo Montagne, Federico Mertens, Josué Quesada, Juan Manuel Pintos y Santiago Dallegri. En idéntica situación está la mayor parte de la obra de los dramaturgos Enrique Buttaro, José de Maturana, Roberto Lino Cayol, Enrique García Velloso, Carlos Mauricio Pacheco y José González Castillo. Y también está sin estudiar el corpus contenido en los folletos de la Biblioteca Criolla y otras colecciones de fines del siglo XIX y comienzos del XX, donde publicaron los poetas y cantores Manuel Cientofante, Pepino el 88, Florencio Iriarte, Gabino Ezeiza, Higinio Cazón, Antonio Caggiano y José Betinoti. Asimismo, es cuestión de indagar en las publicaciones periódicas de la primera mitad del siglo pasado para sumar al corpus de sus libros y folletos poemas todavía recuperables de Silverio Manco, Bartolomé Aprile, Alcides Gandolfi Herrero, José Pagano, Álvaro Yunque y un larguísimo etcétera.

Algunos de estos autores llegaron al libro, pero podrían hallarse muchísimos más textos, si los buscásemos en diarios y revistas de su tiempo. Allí mismo, nombres mucho menos conocidos, o simplemente ocultos detrás de desopilantes seudónimos, también dejaron su huella en la literatura lunfarda, huella que se deja entrever en columnas e historietas de revistas cómicas (Don Goyo, Cascabel, Patoruzú, Rico Tipo, Leoplán, Avivato, Tía Vicenta, 4 Patas, Hortensia, por citar solo algunas), pero también en las páginas de revistas “femeninas” (Vosotras, Claudia, Radiolandia, Antena, Para Ti, TV Guía, Canal TV, etc.) y deportivas (Mundo Deportivo, La Cancha, El Gráfico, Goles y muchas otras). De más está decir que todo este material hay que encontrarlo, clasificarlo y estudiarlo. En esa literatura, pensada mayormente para el consumo cotidiano o semanal y para el lector de a pie, estamos reflejados los rioplatenses –tanto argentinos como uruguayos– en nuestra esencia.

En suma: si alguien quisiera relevar la obra completa de cualquiera de estos autores, debería internarse en las hemerotecas de la Biblioteca Nacional, la Biblioteca del Congreso o la de la Universidad Nacional de La Plata durante meses para encontrar ese material y fotografiarlo antes de digitalizarlo y poder ponerse a trabajar con él.

El proceso de activación patrimonial de la literatura lunfarda –conjuntamente con la comprensión del imaginario simbólico en el que surgió y se desarrolló– no puede desatender estas cuestiones. Claudicar en la búsqueda, la catalogación, la puesta al día y el estudio de todo este valiosísimo material sería como suicidarse culturalmente. Está muy bien mirar hacia el futuro, pero nada puede salir bien, si no conocemos en profundidad nuestro pasado. Esta premisa, que sirve para la vida, vale también para la ciencia y para el arte.

Por otro lado, con relación a la literatura lunfarda dispersa en diarios y revistas de la primera mitad del siglo pasado y en todo tipo de material audiovisual (cine, televisión, radio) sería importantísimo poder dirigir el interés de los jóvenes investigadores a través de un programa de investigación, con distintos proyectos complementarios, que contemple el otorgamiento de becas específicas.

En un 99 %, siempre dentro del período que mencioné, la literatura lunfarda histórica es un fenómeno rioplatense. Por supuesto, la literatura escrita con lunfardo después de 1950 continuó. La podemos encontrar en la dramaturgia de muchos autores, como Roberto Cossa, Sergio de Cecco, Oscar Viale, Ricardo Talesnik o Mauricio Kartun; en las historietas y espacios humorísticos incluidos en diarios y en revistas como Satiricón, Hortensia, Humor o Barcelona; en los guiones de los programas humorísticos radiales o televisivos (desde los de Delfor y los de Aldo Cammarota hasta los de Pedro Saborido y Diego Capusotto, pasando por los libretos de “La Tuerca” de Héctor Maselli o los programas de Gerardo y Hugo Sofovich, de Hugo Moser, de Antonio Gasalla, de Juana Molina o de Alfredo Casero); en las letras de canciones; en novelas como El vaciadero (1971) de Julián Centeya o Jeringa (1975) de Jorge Montes. La expansión del lunfardo a toda la Argentina a partir de la década de 1970 naturalmente tiene su reflejo también en el periodismo escrito y audiovisual y en la literatura de todas las regiones del país.


Notas

[1] Los lunfardismos son aquí: mina ‘mujer’, papa ‘hermosa’ y bulín ‘habitación de un conventillo’

[2] [1] Last Reason utiliza los siguientes vocablos y expresiones lunfardos: rechiflarse ‘enojarse’, chamuyar ‘hablar’, a la gurda ‘de manera excelente’, bacán ‘señor’, soprábito (es el italianismo soprabito ‘sobretodo’), larguía ‘largo’, contursi ‘poeta’ (por Pascual Contursi), reventar ‘molestar’; sover (forma vésrica de verso), batir ‘decir’, escabiar ‘beber’, cachar ‘tomar con las manos’, la primera (la primera carrera de una reunión turfística) y otario ‘tonto’.

[3] Los lunfardismos son aquí nami (vesre de mina ‘mujer’), troesma (vesre de maestro), afanar ‘robar’, catrera ‘cama’ y dorima (vesre de marido). Púa es palabra española en su acepción de ‘persona sutil y astuta’.

[4] En la antología de Gobello se publica una primera versión del poema, que se titulaba “Esgunfiado”. La que cito aquí es la forma definitiva, tal como me la envió por correo electrónico su autor cuando le hice una consulta telefónica. En este caso las expresiones en lunfardo son tomarse el piro macho ‘irse definitivamente’, batir ‘decir’ y faso ‘cigarrillo’. Salute ‘salud’ es un italianismo.

[5] Firmó, en cambio, como Máximo Sáenz su producción no lunfarda: tres piezas dramáticas (una de ellas se titula El hipódromo, y fue estrenada en 1922) y las novelas Renovación (1920) y En la legión, publicada en la revista La Novela Porteña en 1922.


Referencias bibliográficas

Cadícamo, Enrique (1964 [1940]). La luna del bajo fondo/Abierto toda la noche. Buenos Aires: Freeland, pp. 60-61.

Gobello, José (1972). Nueva antología lunfarda. Buenos Aires: Plus Ultra.

Gobello, José y Luis Soler Cañas (1961). Primera antología lunfarda. Buenos Aires: Las Orillas.

Heine, Heinrich (1885). Poesías. Traducción de Teodoro Llorente. Barcelona: Daniel Cortezo. Recuperado en https://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/poesias--37/html/.

Last Reason [Sáenz, Máximo Teodoro] (1925). A rienda suelta. Buenos Aires: Gleizer, pp. 138-142.

Fotos: Hernán Zenteno

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