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40 AÑOS DE QUÉ DEMOCRACIA

Hernán Brienza



La República Argentina cumple en el 2023 sus primeros 40 años de democracia ininterrumpidos. Es una buena noticia, por supuesto, pero también es una buena oportunidad para, además de celebrar por la consecutiva ampliación de derechos políticos y civiles de la mayoría de los argentinos, reflexionar sobre las deudas que el sistema democrático no pudo saldar aún con la sociedad. Y ese pasivo, significativo, estructural, esencial, está vinculado a dos dimensiones fundamentales de la vida política de una república: el desarrollo económico y la distribución del ingreso, por un lado, y el nivel de cultura democrática en el que se insertan las relaciones políticas y se resuelven los conflictos al interior de una sociedad.

   En palabras más sencillas, la democracia argentina no ha podido resolver ni la cuestión fundamental de la pobreza estructural ni las relaciones de otredad polarizadas y fragmentadas. Ambas variables son centrales para detener el proceso de deslegitimación que se encuentra en tensión permanente y genera crisis de representatividad política cíclicas hacia el interior del sistema político.

   Un primer punto que es necesario aclarar, antes de cualquier análisis válido, es definir a la democracia no como un punto de llegada, sino como un punto de partida y como un proceso de acumulación, de ampliación de derechos de ciudadanía en términos generales. Es decir, no sólo como un conjunto de procedimientos o de selección de elites de un sistema de gobierno, y tampoco como un significante cargado de valoraciones y principios morales, sino como un conjunto de prácticas sociales y roles institucionales que mejoran las condiciones materiales y espirituales de los integrantes de una sociedad, que se vale de procedimientos justos para llevar adelante políticas públicas desde el Estado y por fuera de él, consideradas positivamente por una mayoría y que no restrinjan derechos humanos básicos adquiridos por una minoría. Es en ese sentido que podemos afirmar que la democracia es una experiencia sostenida apenas en cuatro décadas.

   Esta afirmación se basa en el recuento histórico de las marcas autoritarias que se pueden palpar en los dos siglos de vida independiente: a) 1810-20; los tiempos de la revolución, b) 1820-62, casi medio siglo de guerras civiles, c) 1862-1912, el ‘Proceso de Organización Nacional’ que instaló una cuasi república o un sistema democrático virtual, con elecciones fraudulentas, prácticas amañadas, derechos políticos restringidos y la construcción de un Estado-Nación vinculado a un Orden Conservador que recién comenzó a resquebrajarse con la Ley Sáenz Peña, y d) 1930-83, un proceso caracterizado por los golpes de estado, el fraude sistemático, la proscripción de las mayorías y la construcción de un Estado crecientemente autoritario que confluyó en los campos clandestino de detención, tortura y muerte del ‘Proceso de Reorganización Nacional’.

   Entre estas experiencias, en las que se destaca una fuerte impronta restrictiva y represiva, podemos contar muy pocos momentos de intentos de democratización real: entre 1916 y 1930 con la experiencia de los gobiernos radicales, bajo el influjo del voto secreto, universal y obligatorio (aunque solo votaban los hombres) y entre los años 1946-55, el primer gobierno peronista y la fallida experiencia que cubre el trienio 1973-76. Si se suman estos períodos alcanzan apenas los 27 años salteados, confusos, contradictorios, de gobiernos democráticos; que en comparación con las cuatro décadas ininterrumpidas nos permiten pensar en 1983 como el verdadero inicio o instauración de un sistema democrático sostenido.

   El 10 de diciembre es la fecha que abre, entonces, un proceso de democratización que ha tenido flujos y reflujos, contradicciones, avances y retrocesos. Mucho se podrá hablar de las mejoras en la vida institucional, en las respuestas del aparato estatal a las demandas de la ciudadanía, en el perfeccionamiento de las formas de selección de elites de gobierno, la ampliación de derechos políticos −la normalización del Estado de Derecho, la reforma constitucional, las PASO, el voto joven− y civiles −leyes de divorcio, de matrimonio igualitario, de identidad de género y de interrupción voluntaria del embarazo−, las políticas de Derechos Humanos −juicio a las juntas militares, abolición de las leyes de Obediencia debida y Punto final, democratización paulatina del accionar de las fuerzas de seguridad−, entre tantos otros hitos en este proceso político. 

   Sin embargo, más allá de los avances en distintas materias, hay todavía tres núcleos básicos que se presentan como deudas no resueltas por el sistema de gobierno democrático en la Argentina: a) la primera está vinculada a la imposibilidad de llevar adelante una verdadera distribución de la riqueza; b) la segunda está relacionada con la dificultad que tiene el Estado aún hoy para resolver las demandas y peticiones de la sociedad; y c) por último, el bajo nivel de cultura democrática que tiene la sociedad civil a la hora de buscar consensos, es decir, el alto nivel de polarización y fragmentación.

   El primer ítem está vinculado a una decepción por las promesas de que la democracia “curaba, educaba y alimentaba”, según el rezo cívico de Raúl Alfonsín en la campaña electoral de 1983. Pero más allá de esa plegaria desatendida, la economía argentina demostró que el vínculo prometido por el liberalismo en la ecuación “democracia=mercado=desarrollo” no resultó fructífero, no sólo porque no sirvió para distribuir la riqueza sino porque, justamente “en democracia”, en los años de neoliberalismo-menemismo, se registró la mayor transferencia de la historia argentina desde los sectores populares a las minorías concentradas. Atribuible al sistema democrático o no, la pobreza pasó de un 6 % en 1973 al 41 % actual, con picos de 56 % durante el 2001. A esto se le suma los bajísimos niveles de expectativas de los ciudadanos. Las mayorías mantienen en su imaginario que la vida de sus padres fue mejor que la propia y que la de sus hijos será todavía peor, lo que conlleva no sólo el deterioro de la movilización ascendente característica del siglo XX, sino, además, la sospecha de que la curva de movilización descendente no tiene fin. Esto deslegitima profundamente el sistema, porque lleva a la conclusión, equivocada por cierto, de que “las condiciones materiales de los argentinos eran mejores en tiempos autoritarios que bajo el Estado de Derecho”.

   El segundo punto se desglosa del primero, debido a la imposibilidad del Estado de satisfacer las demandas por vía institucional, lo que convierte al sistema político en una permanente fuente de frustración y, al mismo tiempo, de búsqueda de soluciones de facto: la imposibilidad de vehiculizar las demandas a través de la negociación de respuestas concretas del Estado genera una cultura de presión permanente, según las herramientas que tengan los diferentes grupos de presión. Los sectores empresariales utilizarán el lobby y la prepotencia, y los sectores populares, la toma de la calle con movilizaciones para obtener respuestas inmediatas por fuera de los caminos institucionales de la política.

   Pero el tercer punto es quizás el más importante de los tres: esta democracia no ha podido mejorar la cultura relacional de los argentinos, no ha podido superar una lógica de otredad absoluta y negativa, donde el otro es absolutamente irracionalizado, deshumanizado, cosificado, y siempre debe desaparecer. La concepción de la otredad es tan brutal que en política es imposible zurcir puentes de diálogo, un adversario es siempre un enemigo. En este sentido, es necesario, siempre, generar una cultura que resuelva los conflictos de manera dialógica, e insistir en el esfuerzo de cultivar una cultura del encuentro, obligando a quienes tienen discursos fuertemente autoritarios a moderarlos o replegarse hacia el interior de los parámetros de la convivencia democrática. 

   Los “40 años de democracia” demuestran que el 10 de diciembre de 1983 no fue ni un retorno ni una instauración; se trató, apenas, del inicio de un largo proceso de democratización que debe ser reformulado, enmendado y profundizado. Esta democracia debe reparar todavía las marcas que dejó el autoritarismo del siglo XX, pero también las heridas que ella misma infligió en las condiciones materiales de vida de la mayoría de los argentinos. Pensar la democracia sin pensar en sus deudas es seguir abonando el terreno de la frustración permanente. Y el peligro es que la frustración sin horizonte concluye, más temprano que tarde, en el cuestionamiento del mismo sistema democrático. 



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